
Comencé mi carrera periodística en los medios regiomontanos en 1972, inicialmente como corrector de pruebas en un rincón del entonces diario “Tribuna de Monterrey”, pero a los pocos meses ya estaba tocando puertas en la redacción para ser tomado en cuenta como reportero. Y el esfuerzo dio resultados porque pronto me vi con una libreta de apuntes y un bolígrafo para conseguir notas, entrevistas y crónicas deportivas.
Y en menos que canta un gallo ya me estaba dando oportunidad el populachero “Más Noticias” que me sirvió de plataforma para llegar a “El Norte”, justamente cuando estaban iniciando toda una revolución del periódico los jóvenes Rodolfo y Alejandro Junco de la Vega González, al ser expulsado su padre de la dirección de tan importante diario.
Con estudios de periodismo en Estados Unidos, los herederos del abuelo Rodolfo Junco Voigt se propusieron incorporar lo que ellos consideraban lo mejor de los medios norteamericanos así como de su técnica y de su ética profesional, pero sin que perdiera el “olor a cabrito”.
En esa escuela práctica de exámenes cotidianos una de las primeras cosas que me exigió fue eliminar todo lo “anti” que lleva uno dentro y que sin darse cuenta da al traste con la sana ponderación de los hechos y declaraciones por el cúmulo de prejuicios acumulados, personales o institucionales.
Difícil, sí, porque no hay quien no cargue en su alforja cúmulos de principios, valores, costumbres, orientaciones familiares, complejos, fijaciones mentales y mitos de todo orden que impiden ver la “realidad real” con toda limpieza y claridad, porque los espejuelos están empañados de todo eso que uno lleva adentro.
Por eso hoy que se discute tanto sobre la violencia en los estadios del futbol soccer de México no puedo dejar de concebir la idea de que el problema viene desde la niñez de esos vándalos que han sido envenenados por el fanatismo familiar al apostarle a unos colores, lo cual es muy normal y legítimo, sí, pero con una pésima educación de las emociones al enseñarles también que odien otros colores o a quienes se inclinan por esos colores.
Y es imposible no asociar esta conducta deportiva, igualmente, a la postura cerrada de muchos en lo religioso, siendo que lo más encomiable en este terreno es el ecumenismo, y no se diga los estropicios que cause el fanatismo político que lleva a los más irracionales a odiar lo que no va con su ideología o con los colores del partido por el que votan.
Enfermedad peligrosa es ésta porque se finca en el “anti”, lo cual implica rechazo, discriminación, aversión y hasta odio por el que no piensa o actúa igual que uno y hay ocasiones que la intolerancia del “anti” se lleva al plano social y humano, como ocurre cuando regiones de un mismo país se declara en contra de otras regiones: capitalinos contra tapatíos, tapatíos contra norteños, Torreón contra Monterrey, etc., etc.
Por eso ese “anti” ha dejado un recuerdo terrible de hechos deleznables como el ocurrido hace años cuando en algunas ciudades de la mal llamada provincia mexicana aparecieron pegotes en las casas y automóviles con un propósito enfermizo: “Haz patria, mata un chilango”… Y hasta niños la llevaron en esta campaña de odio.
Por los “anti” es lo que evidencian en el deporte más popular: un odio exacerbado por todo lo que es contrarios a sus intereses. Y el que odia necesita el auxilio de un psiquiatra, por donde quiera que se le vea. Al fanático en general le urge un tratamiento mental para enfocar hacia mejores metas sus impulsos agresivos y para abrirse a la pluralidad y multiplicidad de criterios, gustos, orientaciones, aficiones, creencias.
Cuánto bien me hizo en aquellos años de mis inicios en “El Norte” cuando mis jefes me dieron una buena terapia y me llenaron de consejos para no ser “anti” en ninguna circunstancia, lo cual me ha permitido canalizar lo subjetivo en aras de una apertura que cumpla hasta donde es posible el ideal de la objetividad en el periodismo.