El triunfo que Lío Messi le dio al Inter Miami, in extremis, en su debut ante Cruz Azul, fue tan espectacular como engañoso. El futbol está hecho de noches mágicas, como la de este 21 de julio en la que el argentino se estrenó en la Liga MLS, en la alineación del peor conjunto del circuito.
Vaya paradoja, el mejor futbolista del planeta va y recala, en sus últimos suspiros como profesional, en un conjunto plagado de maletas. Y así, entre jugadores de medio pelo, que ni siquiera son dignos de mirarlo de frente, La Pulga entró al minuto 54 de relevo. Llevó como escudero a Sergio Busquets, su antiguo compañero en el Barza, equipo en el que escribieron enciclopedias de gloria, cuando eran jóvenes y tenían fuelle de corceles.
Al final, gracias al empeine salvador del mejor de la historia, el Inter se llevó tres puntos del estadio DRV PNK Stadium, de Fort Laudel, en el sur de la Florida. El tiro libre fue una estampa de belleza exquisita. Pero la recompensa fue solo eso, un resultado que le ayudará a avanzar en la recién creada Leagues Cup, para enfrentar equipos caseros de México y Estados Unidos, en un torneo mercantil del que resultarán muchos beneficiados, menos el futbol, pues la competencia no aporta nada.
Hay una ilusión óptica en esa nueva etapa de Messi, que generará grandes expectativas, quizás algo de individualidades y una enorme atracción para los estadios a donde vaya. Me recordó la llegada de Pelé al Cosmos de Nueva York, en los 80, que también fue adquirido en una millonada, convirtiéndose en el primer jugador franquicia de la historia. El Rey se forró de billetes, dio espectacularidad a un juego que no daba para mucho, y solo su paso por EU quedó como un accidente singular en la historia del balompié. Porque ni siquiera sirvió para impulsar el deporte en ese país, que tuvo que esperar décadas para desarrollarse bien y sostenido.
Al despertar, tras la borrachera del estreno, a Lio le espera una resaca fenomenal. Ya sabe lo que hay en el equipo. No encontrará ni un solo Di Maria, Mac Allister, Tagliafico, De Paul, con los que acaba de ganar la Copa del Planeta. En este juego primero, vio desde la banca como sus compañeros eran avasallados en el primer tiempo, por el cruzazulito mexicano, que se regodeaba con llegadas por los extremos, de Rotondi y Antuna, con pases de Charly, controlando con artificial señorío el centro del terreno. Había una pachanga cementera, de medio campo hacia adelante, porque los flamingos no acertaban conjuntarse.
El entrenador argentino Tata Martino, de los locales, no puede hacer mucho, cuando en el ataque tiene a Robinson, Campana, Taylor y abajo a Dixon, Miller, Kryvstov.
En el segundo tiempo calienta Messi, y el mundo expectante se alborota. Siempre es una delicia ver a Lio, con sus piernas cortas, recorrer la cancha escamoteando la pelota con arabescos imposibles. Nadie puede detenerlo.
Pero él sabe que el futbol es asociación y no tiene socios para hacer un diálogo decente. Por eso, cuando ingresa, se pasea por un campamento de lisiados. A este le falta una pierna, este está hemiplégico, a este le falta un ojo, otro más tiene lesiones en la columna. Ni un compañero está entero, más o menos a su nivel. ¿Busquets? Poco le dan el balón, pues no conocen su clase enorme.
Ocurre que, ya adentro, todo el juego se convierte en el cliché de siempre: dénsela al 10. Los de rosa reciben la pelota y lo buscan. Messi la recibe y tiene que jugar una cascarita, driblando rivales. Su estatura acompleja a sus coequiperos, que reciben el pase como si la bola les quemara los botines. Les urge regresársela para que haga algo.
Por eso se puede ver que, en algunos momentos, el che parece esconderse. Ya no regresa al terminar la jugada, para que los de abajo recuperen la esfera y se acostumbren a andar sin él, y aprendan a armar jugadas.
Como Pelé lo hizo en el Cosmos, Lio se deja llevar por la inercia y dirige a sus compañeros. No solamente juega mejor que todos los que están en la cancha, sino que también los supera en conocimiento, movimientos, formaciones, rotaciones, desplazamientos.
Messi llenará estadios y muy probablemente se sentirá frustrado. Pero, hey, bien vale la ofuscación, pateando una pelota, a cambio de 100 millones de dólares al año.