
Cuando era muy joven, escuché a un amigo preguntarle a un sacerdote lo que para él era una reclamación a Dios: “¿Por qué, si es el Todopoderoso, permite que haya tanta maldad en el mundo?” La respuesta del religioso fue corta pero puntual: “Porque respeta la libertad de las personas”. Sí, no se mete con el libre albedrío de quien opta por el camino del mal.
Por tanto, desde entonces he caído en la cuenta del significado de tan sagrada palabra: Libertad.
Y más ahora que ésta ha sido acotada en todo el mundo por las
autoridades respectivas, debido al peligro de contagio del Covid-19. Lo que más ha costado a la mayoría de los habitantes del planeta es el confinamiento forzado y la prohibición a la orden del día no solo de salir de casa, sino de estar cerca de los seres amados y poder saludarles como siempre; abrazarles, besarles, convivir en una fiesta familiar o de amigos y bailar.
Pero más difícil se me hace aceptar que haya tiranos en el mundo que cancelan toda posibilidad de libertad, inclusive para lo más elemental del ser humano. Me resisto a tolerar a los dictadores que, alegando justicia social e igualdad, tratan de empobrecer a todos los que gobiernan en lugar de promover la libertad de trabajo y de emprendimiento para que los más amolados aprendan a superar aprovechando la búsqueda de oportunidades. Pero los déspotas no entienden más que sus razones y se empeñan en dominar a sus anchas inclusive la libertad de pensamiento de sus súbditos y se lanzan contra quienes hacen uso de su derecho a expresar sus ideas y a publicar sus mensajes que incomodan a esos déspotas.
Por eso duele en el alma enterarse en estos días del encarcelamiento de una periodista de China cuyos reportajes sobre el Covid-19 no fueron del agrado de quienes manejan el sistema en que ella vive. Y en Arabia Saudita ha sido maltratada otra mujer que lucha por los derechos de las mujeres para que puedan conducir automóvil en ese país. Y aquí nos causa sorpresa y hasta risa enterarnos de esas medidas por el libertinaje, inclusive, en que nos movemos no solamente en las redes sociales sino donde nos pegue la gana.
Pero no siempre ha sido así en México, llamado por el escritor Mario Vargas Llosa “la dictadura perfecta”, porque los gobernantes no batallaban en los tiempos del PRI abusivo para tener sometida a la población, desde su nacimiento hasta su fallecimiento. La sumisión y el aplastamiento eran por métodos silenciosos, al grado de que no había muchas quejas, excepto las de los rebeldes o de intelecto privilegiado. Las masas se mantenían inmutables. Hasta aplaudían el modo de vida y votaban en las urnas por sus verdugos, quienes les compensaban su afecto con dádivas y discursos bonitos.
Los periodistas sabían que gozaban de libertad de acuerdo con la Constitución Mexicana. Pero la mayoría no la ejercía, porque le venía bien estar a favor del poder político. Algunos eran dóciles porque les convenía sacar raja del llamado “chayote” y otros por inconsciencia o apatía y, si no, para no sufrir persecución y cárcel por su atrevimiento. Así las cosas, no era raro lo que en el libro “La Otra Guerra Secreta”, Jacinto Rodríguez Munguía encontró en un documento de la Secretaría de Gobernación cuando era presidida por Luis Echeverría (1964-1969). Contenía “sugerencias” a los medios sobre la manera de informar acerca de los estudiantes del movimiento del 68. En un arranque de generosidad, Echeverría otorgó libertad a los editores para que seleccionaran entre 10 adjetivos: “conjurados, terroristas, guerrilleros, agitadores, anarquistas, apátridas, mercenarios, traidores, mercenarios extranjeros, facinerosos”. Así habría que llamarlos para condenarlos ante la opinión pública. Y que ésa fuera la verdad histórica.
Tampoco nos extraña enterarnos que cuando se planeaba, todavía a fines del siglo XX, la edición de Milenio México, el promotor de la publicación regiomontana, Federico Arreola, y el dueño de Multimedios Estrellas de Oro, Francisco González, sufrieron fuerte presión de los representantes del Presidente Ernesto Zedillo para que no se nombrara director al periodista Raymundo Riva Palacio, por haber escrito en otra parte algo que incomodó a la esposa del primer mandatario. Y como no parecía haber cambio de señal, los políticos recurrieron a empresarios poderosos que tenían cercanía con el mandamás de El Diario de Monterrey, rogándole que se aviniera a la orden presidencial para no atenerse a las consecuencias.
Y fue entonces que Ciro Gómez Leyva debió asumir la responsabilidad, aunque Federico Arreola sudó la gota gorda para hacerle saber a Raymundo Riva Palacio la decisión. “Si tú me dices que, para apoyarte, renuncie, lo hago inmediatamente. Pero así están las cosas”. Claro que el periodista entendió en donde estaba parado y no aceptó que su amigo dejara tan importante cargo y, al contrario, le deseó mucha suerte con el nuevo medio.
Hoy las cadenas están sueltas. Y más con el recurso de las redes sociales. Pero todavía hay dueños de televisoras y radiodifusoras
que temen una reprimenda o la amenaza de perder la concesión, además de periodistas que prefieren la autocensura para no sufrir el escarnio de los seguidores del que vive en Palacio Nacional. Y no es raro encontrar a algunos que piden línea en las altas esferas gubernamentales o están a la espera de un beneficio económico, en especie o cuando menos de afecto personal. Y como hay que respetar su libertad, están en su derecho de hacer lo que se les pegue la gana, a veces criticando y atacando la libertad de los que no están de acuerdo con el estilo y programas de gobierno de quien ha hecho de sus mañaneras una tribuna para sembrar la confrontación, la polarización y su propia campaña de odio, muy a su manera. Oh la libertad, cuántas estupideces se cometen en tu nombre.