Megalómano y egocéntrico hasta las cachas, Andrés Manuel López Obrador es también un controlador de pláticas, a quien le gusta concentrar y consolidar su poder. Su proyecto total, para bien o para mal, gira en torno a vivir una Presidencia fuerte. Él cree que solamente así se gobierna para cumplir sus promesas de campaña, además de mejorar la economía de México y erradicar la inseguridad a fin de lograr la pacificación del país.
Camina en contra de la ortodoxia de los expertos, de quienes se ríe en público, por lo cual afirma que lo importante es el desarrollo y no los números de la economía. Y sobre la pobre inversión privada, tan contraída actualmente, o sobre la temida recesión de México tiene “otros datos”. Por eso no pierde el optimismo ni se desanima ante los nubarrones de tormenta. Pero lo paradójico es que, “sin querer queriendo”, revive la imagen de su más odiado adversario político, según el recuerdo que los viejos tenemos del sexenio de Carlos Salinas de Gortari empeñado, a partir de 1988, en una transformación económica profunda basada en la amplia credibilidad que logró entre la población, con apoyo del poderoso PRI que lo cobijó como a un mesías en tiempos de crisis. Quiso ser tan fuerte, que no permitía que nadie osara hacerle sombra.
Sin embargo, la estrategia de consolidación del poder del salinato radicó en un plan de desarrollo económico compatible con el momento del mundo en aquel entonces, de acuerdo con los analistas de esa época. Y, en cambio, ahora todo está centrado en la separación del poder político y el poder económico para acabar con la corrupción (“ni huachicol abajo, ni huachicol arriiba”, ha dicho AMLO), para conseguir la felicidad de la gente… Mejor aún: lograr “el bienestar material y el bienestar del alma”.
Creyentes ambos, el primero no dudó en abrir la puerta entre México y el Vaticano para reanudar las relaciones diplomáticas y ahora el tabasqueño no cesa de subrayar lo espiritual sobre lo material así como dar testimonio de su fe y de apegarse a la Cartilla Moral del escritor Alfonso Reyes o de subrayar su pobreza franciscana como extensión de la austeridad republicana.
Populista peligroso, enarbolando su bandera de “primero los pobres”, López Obrador empezó su gobierno haciendo chapuza con sus consultas amañadas y las aprobaciones populares a mano alzada, sabiendo que se encontraba entre acarreados por MORENA a fin de imponer sus caprichos y asestar sonoras rechiflas a los gobernadores de otros partidos políticos. Pero lo más temible de su gobierno no ha ocurrido: la cancelación de las libertades. Inclusive ha celebrado que no terminen las protestas en su contra ni las críticas y reclamos de quienes no están a favor de la Cuarta Transformación.
Imposible no reconocer que es un líder carismático que le sabe llegar a la gente. Comunicar es gobernar. Y pocos hay en el tinglado político como AMLO para endulzar el oído de quienes le siguen y hasta para el reconocimiento pleno de la efectividad de sus mensajes entre aquellos que no lo quieren. Sus improvisaciones, sus gestos, su lentitud en la construcción de frases y oraciones y su mirada a sus interlocutores son de una elocuencia única. Por donde se le vea es un gran comunicador. Muy creativo e ingenioso en el manejo del lenguaje total. Sabe tatuar sus expresiones ocurrentes en el cerebro de quien le escucha. Por eso se excede en las descalificaciones a quien desea molestar en las más de cien conferencias mañaneras, que llaman la atención en todo el mundo porque no hay gobernante que se plante ante los periodistas y, menos, tan temprano, después de cada junta con su gabinete de seguridad.
Es sutilmente agresivo con los que se le oponen, dejando atrás las expresiones insultantes de Vicente Fox en el 2000 (“tepocatas, alimañas y víboras prietas”). Hoy AMLO los llama “termuritas” y a los recalcitrantes neoliberales los tilda de camajanes, canallines, de derecha, espurios, fichitas, hampones, ladrones, maiceados, malandrines, mañosos, títeres y traficantes de influencias, según la colección de algunos investigadores. Y a los periodistas o directivos de medios informativos les receta también una sarta de epítetos, de modo que cuando usa su muletilla “con todo respeto”, se espera que lluevan términos como fifís, conservadores, hipócritas, deshonestos, calumniadores, zopilotes y “deshonestos pues mienten mientras respiran”. Él sabe que los “chairos” en las redes sociales se lo aplauden y replican, además de que se siente fuerte por el alto índice de aprobación que ostenta.
Con todo y esa desfachatez, AMLO no cesa de clamar por la unidad de los mexicanos. Y advierte de los peligros que toda división acarrea a México. Sin embargo, para quienes estamos metidos en asuntos de la comunicación masiva y temíamos los efectos de su cerebro de mecha corta ante los embates periodísticos, celebramos que se haya mantenido firme en la proclama de la libertad de prensa y de expresión. Que, en su intolerancia innata, se defienda a su modo de las críticas de los medios, pero que siga siendo garante de la apertura y respecto a la ley actual tan necesaria e indispensable para informar y enjuiciar con profesionalismo.
Sin libertad de prensa y de expresión se enrarece hasta el aire que respiramos día a día.