Ahora que el Coronavirus ha desatado la pandemia mundial que nos tiene confinados, bajo el lema “quédate en casa” o “no salgas a la calle”, los seres humanos hemos valorado como nunca lo que significa la libertad. Por tanto, hemos entendido mejor que nacimos para romper amarres y nos desespera la limitación de los traslados físicos y de los movimientos ordinarios así como ser obligados a actuar como lo ordena una autoridad, aunque sea para el bien de todos. Somos entes que difícilmente nos acostumbramos al encierro, excepto por una enfermedad o por caer en prisión. Y aun en tales circunstancias, el pensamiento vuela hacia las alturas y busca la recreación en la fantasía ante la dura realidad de una atadura de éstas.
Pero la lección del confinamiento de hoy y el cierre de negocios y empresas no esenciales también debemos traspolarla a la necesidad de la libertad de prensa y de expresión a fin de darnos cuenta de su riqueza para una nación democrática. Porque cuando los tiranos y dictadores se apoderan de ella, enturbian el oxígeno de todo el ambiente y producen un daño en el cerebro de tal modo que es equivalente a una asfixia social.
De ahí que en México tenga valor de símbolo la celebración del Día de la Libertad de Prensa y de Expresión cada 7 de junio. Y aunque nació como un evento oficial en la presidencia de Miguel Alemán Valdés, la fecha se ha ido ciudadanizando, al grado de que en el nuevo siglo los premios de periodismo ahora se deben al veredicto de un jurado formado por académicos y profesionales de las ciencias de la comunicación, sin la intervención del gobierno, después de que la entrega de los mismos, desde 1951, eran un regalo de la clase política en turno casi siempre a medios y reporteros dóciles y serviles.
El Secretario General de las Naciones Unidas, Antonio Guterres reitera en sus mensajes, al respecto, que “la prensa nos brinda noticias y análisis verificados, científicos y basados en la realidad. Pero desde que comenzó la pandemia, muchos periodistas están siendo objeto de mayores restricciones y castigos tan sólo por hacer su trabajo”.
El 3 de mayo último, Guterres fue muy claro al insistir: “Pedimos a los gobiernos que protejan a los trabajadores de los medios de comunicación y que fortalezcan y mantengan la libertad de prensa, que es esencial para un futuro de paz, justicia y derechos humanos para todos”.
Desafortunadamente las palabras de António Guterres tienen sin cuidado a los gobernantes que viven denostando la labor profesional de los medios y sus periodistas sólo porque éstos critican y cuestionan sus decisiones, declaraciones o hechos que, a la luz del sentido común y de la interpretación de esos medios y periodistas, deben ser criticados y cuestionados. Son esos políticos de cualquier ideología los que atacan a los que no comulgan con sus ideas y se sienten tentados a usar su poder con el fin de restringir la libertad de prensa y de expresión o de plano eliminarla.
Son los mismos que no toleran ni respetan la posición de sus opositores que trabajan en los medios de comunicación y les lanzan toda clase de descalificaciones y epítetos, y en la concepción de su gobierno despótico, concentrador y avasallador, abusan de su tribuna pública y del alcance de sus palabras para incitar a sus seguidores a atacar también a esos comunicadores públicos que son identificados con el sello de adversarios.
Y no les importa que las respectivas relatorías del Sistema Interamericano y de Naciones Unidas denuncien que en México “hay prácticas intimidatorias contra la prensa”. Ni que asociaciones civiles como Artículo 19 denuncien que la situación de periodistas en México sólo se puede comparar con la de países en situación de guerra. Cómo, si las balas vienen disparadas desde el Olimpo del Palacio Nacional, aunque con la justificación de que el señor Presidente también tiene derecho de réplica y goza de la misma libertad de expresión que constituye un pilar de la vida democrática, garantizado en la Constitución y en diversos instrumentos internacionales de derechos humanos firmados por nuestro país.
Por eso el 7 de junio debe calar hondo en la conciencia de los periodistas que reconocen que su papel es investigar, informar, interpretar y enjuiciar el estado público de las cosas, y que disentir, aunque se vuelva un riesgo inminente frente al despotismo ilustrado y se ejerza con temor a represalias y amenazas, es lo que más aplaude toda sociedad democrática porque es el factor que constituye un puente para el diálogo ordenado y sensato entre quien manda y obedece, pero no a ciegas. Y no es que la prensa sea inmune a las críticas por sus errores ni que se proteja en la libertad constitucional para hacer lo que le venga en gana, pero jamás ha de ser puesta en la mira de los violentos que son capaces de atentados, muerte y destrucción.
Porque si llegamos a ese grado de fanatismo, se nos puede caer el gozo de la libertad de palabra. Y entonces sí lamentaremos con dolor su ausencia, tal como hemos lamentado ahora la restricción a nuestra voluntad de salir de casa y de ir de un lado para otros. Pero aquella sería peor que ésta que es pasajera, mientras que la otra da en el corazón de la vida democrática cuando se trata de conocer la verdad de los hechos públicos y de tener un contrapeso a los poderes constituidos, sean de color que sean y de la ideología que vengan.