Para empezar, hay que recordar que el Presidente Nicolás Maduro es el mandatario más injustamente acosado, calumniado y agredido de la historia de Venezuela. Más aún que el propio comandante Hugo Chávez, fundador de la Revolución Bolivariana… Sacar como sea a Nicolás Maduro del palacio de Miraflores ha sido y es el objetivo enfermizo de la oposición reaccionaria interna y de sus poderosos aliados internacionales comenzando por el gobierno de los Estados Unidos de América.
Apenas empezó el año 2017, los ataques contra el Presidente arrancaron de inmediato. La primera agresión vino de la Asamblea Nacional, controlada por la contrarrevolución, que decidió, el 9 de enero, “desconocer” al Presidente. Y acusó a Nicolás Maduro de haber “abandonado su cargo”. Algo falso y absurdo.
Ante esa tentativa de golpe de estado constitucional -inspirado en el modelo de golpe parlamentario que derrocó a Dilma Rousseff en Brasil en 2016-, el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) intervino para señalar que, en virtud de la Constitución, la Asamblea Nacional no puede destituir al jefe de Estado, directamente elegido por el pueblo.
Por su parte, el Presidente respondió a esa tentativa de golpe organizando, el 14 de enero, unas masivas maniobras cívico-militares denominadas “Ejercicio de acción integral antimperialista Zamora 200”. Se movilizaron unos 600 mil efectivos entre militares, milicianos y militantes de los movimientos sociales. Y ofreció de ese modo una imponente demostración de la unidad de las fuerzas armadas, el Gobierno, el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) y las masas populares. Esa fue la primera victoria de 2017.
Envalentonada por la elección, en Estados Unidos, de Donald Trump -candidato de la derecha suprematista que tomó posesión de su cargo en Washington el 20 de enero-, la oposición venezolana trató de intimidar al Gobierno madurista con una gran marcha en Caracas el 23 de enero, fecha de la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez en 1958. Pero ahí también fracasó de manera patética. Entre otras razones, porque el Presidente Maduro respondió organizando, ese mismo día, el traslado popular de los restos de Fabricio Ojeda, líder revolucionario del derrocamiento de Pérez Jiménez, al Panteón Nacional. Al llamado del mandatario, acudieron en masa centenares de miles de caraqueños que llenaron las avenidas de la capital. Y se pudo ver netamente como el chavismo popular domina las calles, mientras que la oposición exhibía sus divisiones y su escualidez extrema. Esa fue la segunda victoria del Presidente Maduro.
Poco después se produjo la intervención del Tribunal Supremo, el cual subrayó que la Asamblea Nacional se halla en situación de “desacato” desde 2016. En efecto, como se recordará, en las elecciones legislativas del 6 de diciembre de 2015, se denunciaron fraudes en el estado Amazonas. Fraudes demostrados por grabaciones en las cuales la secretaria de la gobernación del estado ofrecía sumas de dinero a grupos de electores para votar por los candidatos opositores. En consecuencia, el TSJ suspendió a esos diputados. Pero la Asamblea Nacional persistió en juramentarlos. Porque la suma de esos tres asambleistas suplementarios le hubiera conferido a la oposición una mayoría absoluta cualificada (dos tercera partes de los diputados) y el poder de derogar leyes orgánicas y de limitar la acción del propio Presidente.
Las tensiones entre un Parlamento y un Tribunal Supremo son relativamente frecuentes en todas las grandes democracias. En Europa por ejemplo, cuando surge un conflicto constitucional entre poderes, es habitual que el Tribunal Supremo asuma competencias del Parlamento. Y en Estados Unidos, hasta un presidente como Donald Trump ha tenido que acatar las decisiones recientes de la Corte Suprema.
Pero, en Caracas, la contrarrevolución utilizó ese debate para relanzar una campaña internacional sobre la pretendida “ausencia de democracia en Venezuela”. Con la complicidad de la nueva administración estadounidense, montó una colosal operación de linchamiento mediático mundial contra Nicolás Maduro. Movilizando a los principales medios dominantes de comunicación: desde CNN y Fox News hasta la BBC de Londres, más los medios principales de América Latina y del Caribe, y los más influyentes diarios globales, pilares de la hegemonía comunicacional conservadora, así como las redes sociales.
Al mismo tiempo, la derecha venezolana maniobró con la intención de internacionalizar el conflicto interno trasladándolo al seno de la Organización de Estados Americanos (OEA), “ministerio de las colonias de Estados Unidos” según Che Guevara. Obedeciendo a consignas del nuevo gobierno de Donald Trump y con el apoyo de varios regímenes conservadores de América Latina, Luis Almagro, secretario general de la OEA, asumió entonces el miserable rol de liderar esa maniobra reclamando la aplicación de la Carta Democrática contra Venezuela.
Pero Caracas contraatacó al momento, y consiguió la solidaridad diplomática de la mayoría de los Estados latinoamericanos y caribeños. A pesar de los deshonestos ardides y de los falsos argumentos del Secretario General de la OEA, Venezuela jamás pudo ser puesta en minoría. Venció de manera irrefutable. Y los enemigos de la Revolución Bolivariana, entre ellos Washington, se rompieron los dientes contra la sólida estrategia imaginada por el Presidente Maduro, basada en la realidad de los hechos, la honestidad política y la ética. Finalmente, en abril, Caracas decidió retirarse de la OEA, acusando a esa organización de “acciones intrusivas contra la soberanía de Venezuela”. Con imaginación y audacia, en ese complejo escenario internacional, Nicolás Maduro consiguió así su tercera gran victoria de 2017.
Entretanto, las tensiones aumentaron en Caracas cuando, el 29 de marzo, la Sala Constitucional del TSJ declaró que “mientras persista la situación de desacato y de invalidez de las actuaciones de la Asamblea Nacional, esta Sala Constitucional garantizará que las competencias parlamentarias sean ejercidas directamente por esta Sala o por el órgano que ella disponga, para velar por el Estado de Derecho”. Anteriormente, el TSJ ya había señalado también que la inmunidad parlamentaria de los diputados “sólo se ampara durante el ejercicio de sus funciones”, lo cual no era el caso al hallarse la Asamblea Nacional “en desacato”.
La oposición antichavista puso el grito en el cielo. Y con la ayuda, una vez más, de las fuerzas conservadoras internacionales pasó a propulsar un plan sedicioso contrarrevolucionario. Empezó entonces la larga y trágica “crisis de las guarimbas”. Durante cuatro interminables meses –de abril a julio- la contrarrevolución lanzó la más desesperada y brutal ofensiva bélica contra el Gobierno bolivariano. Financiadas en dólares por la derecha internacional, las fuerzas antichavistas –lideradas por Primero Justicia y Voluntad Popular, dos organizaciones de extrema derecha- no dudaron en utilizar a paramilitares, a agentes terroristas y a mercenarios del crimen organizado en un despliegue de tácticas irregulares simultáneas, así como a una élite de expertos en guerra psicológica y propaganda “democrática”. Con la finalidad patológica de derrocar a Nicolás Maduro.
Ebrias de violencia, las hordas “guarimberas” se abalanzaron al asalto de la democracia venezolana. Atacaron, incendiaron y destruyeron hospitales, centros de salud, guarderías, escuelas, liceos, maternidades, almacenes de alimentos y de medicinas, oficinas gubernamentales, cientos de negocios privados, estaciones de metro, autobuses, mobiliario público… Mientras multiplicaban las barricadas en las urbanizaciones burguesas que controlaban.
Los violentos, arrojando decenas de cócteles molotov, se cebaron particularmente contra los efectivos de los cuerpos de seguridad. Cinco uniformados fueron asesinados a tiros. Por otra parte, muchos “guarimberos” dieron muestra de un terrible salvajismo cuando tensaron finos cables de acero en las vías públicas para degollar a motociclistas… O cuando, rebosantes de odio y de racismo, quemaron vivos a jóvenes chavistas. Veintinueve en total, de los cuales fallecieron nueve. Resultado: 121 personas asesinadas, miles de heridos y pérdidas millonarias.
Durante esos cuatro meses de arrebato contrarrevolucionario, la oposición también llamó a atacar bases militares, y trató de empujar a las fuerzas armadas a marchar contra el gobierno legítimo y a asaltar el palacio presidencial. La extrema derecha golpista lo intentó todo para generar una guerra civil, fracturar la unión cívico-militar, y destruir la democracia venezolana.
Al mismo tiempo, a escala internacional, seguía la frenética campaña mediática presentando a los que incendiaban hospitales, asesinaban a inocentes, destruían escuelas y quemaban a gente viva, como “héroes de la libertad”. Era el mundo al revés, el de la “post-verdad” y de los “hechos alternativos”.
No fue fácil resistir a tanto terror, a tanta agresión, y controlar el orden público con una visión de autoridad democrática, de proporcionalidad y de respeto a los derechos humanos. El presidente Nicolás Maduro, constitucional y legítimo, lo consiguió. Y logró hallar lo que parecía imposible: la salida del laberinto de la violencia. Con una idea genial, que nadie esperaba. Y que descolocó y desconcertó a la oposición: volver al poder constituyente originario.
El pretexto del terrorismo “guarimbero” residía, en efecto, en el desacuerdo entre dos legitimidades: la del Tribunal Supremo de Justicia y la de la Asamblea Nacional. Ninguna de las dos instituciones quería dar su brazo a torcer. ¿Cómo salir del impasse? Basándose en los artículos 347, 348 y 349 de la Constitución chavista de 1999, y apelando a su estatus de jefe del estado y de árbitro máximo, el Presidente Maduro decidió reactivar un proceso popular constituyente. Era el único modo de hallar, por la vía del diálogo político y de la palabra, un acuerdo con la oposición. Y de regular el conflicto histórico, para idear soluciones a los problemas del país. Lo pensó muy bien y esperó el momento adecuado. Hasta que, el primero de mayo, se dieron todas las condiciones. Ese día, el presidente anunció que la elección de los delegados a la Asamblea Constituyente se efectuaría el 30 de julio. Era la única opción para la paz.
(Continuará)