Los que vivimos a plenitud los tiempos del autoritarismo presidencial y la dura manipulación del PRI, sabíamos que en México había una sola verdad, aunque supiéramos que era mentira: la que emanaba del Palacio Nacional y de Los Pinos, la residencia oficial de nuestros tlatoanis a partir de Lázaro Cárdenas. A muchos nos repateaba ese absolutismo en nuestra realidad cotidiana, pero no había de otra. La verdad es la del que manda, y punto. A pesar de tratarse de un impúdico engaño. Así es que, al aparecer la televisión a mitad de siglo, el sistema de inmediato acomodó la nueva caja de resonancias para hacer más potente la verdad única. La del señor presidente. La de aquel que preguntaba “¿qué hora es?” y recibía como respuesta: “¡La que usted diga, señor de señores!” La del mejor gerente “empresarial” a nivel nacional que repartía a través del partido hegemónico “huesos” al por mayor entre sus familiares, amigos y compadres o la del político máximo que “palomeaba” candidatos para los principales cargos de elección nacional susurrándoles en el oído: “Nada es peor que vivir fuera del presupuesto”. La del que se solazaba con la zalamería de un Emilio Azcárraga Milmo gritando a voz en cuello que en su televisora todos eran “solados del PRI”.
La prensa —poderoso medio que replicaba la verdad dictada desde el poder— jugaba, a veces en serio, a que era libre. Todo se valía, con tal de no salirse del huacal o afectar la verdad única. Era un juego perverso, que a veces tenía consecuencias terribles si sus dueños o periodistas no entendían, o se hacían que no entendían, en qué país vivían. El juicio contra los rebeldes, con ansias de libertad, era severísimo y les servía de escarmiento por ser tan atrevidos, además de que el castigo valía como advertencia a otros que soterradamente querían soltarse las amarras de la censura. Por eso los dueños de los medios impresos aconsejaban a los suyos la autocensura, que después practicaron dócilmente la radio y la televisión. El señor presidente miraba en esa década el único programa de noticias, al principio cada mañana y luego en el que se consagraría como horario estelar, por las noches. Se creía autorizado para reclamar lo que quisiera reclamar por medio del teléfono rojo e inclusive aconsejar al conductor el color de corbata que mejor le quedaba a sus trajes de sastre.
La “dictablanda” o “dictadura perfecta” —porque casi nadie reclamaba la soga en el cuello de una tiranía invisible—, nos hacía políticamente objeto de admiración en el mundo. Hasta que en 1997 el señor presidente perdió la mayoría en el Congreso Federal. Los “levantadedos” tricolores tenían ahora que aprender el arte de la negociación. Y los gritos de la oposición se escucharon o fueron más estruendosos. Algunos medios impresos aprovecharon la inercia de los periodistas que dejaron de acalambrarse tan fácilmente ante el peligro de las amenazas, y ayudaron a roturar el camino de la democracia y de la libertad de prensa y de expresión. Llegó el nuevo siglo y con él la democracia —democracia discutible, pero democracia al fin y al cabo a pesar de su imperfección—, y entonces sí cayó el telón del respeto irrestricto al que proclamaba desde su investidura la verdad única, aunque fuera mentira. Inclusive la pantalla televisiva dio paso a programas cómicos con “peluches” que ya tocaban la figura presidencial y de su familia. El reclamo de algunos sectores de la sociedad era ahora por el “libertinaje” de los profesionales de la noticia que lanzaba cada uno su verdad. Otros echaban en cara a los empresarios de los medios convertir en mercancía la verdad, al venderla al mejor postor. Y los empleados de esos empresarios, coludidos con otros empresarios, debieron someterse a la fabricación de notas de cabo a rabo para quedar bien con el que pagaba millonadas de pesos con el símbolo del “chayote” o con el reparto de bienes y servicios entre los que dominaban el escenario informativo.
Total, la verdad volvió a salir perdiendo. Al poco tiempo, creímos que sin la restricción de la censura las redes sociales nos auxiliarían a imponer la “verdadera verdad”. O mejor dicho la verdad pura y llana. Sin embargo, el caos, la sobreabundancia de la información en la red y la facilidad de hacer periodista a cualquiera que pueda manejar los dispositivos de alta tecnología, nos han hecho nadar en el cieno de narraciones sobre hechos inventados, declaraciones falsas, mentiras supinas, imágenes truqueadas o fuera de contexto e inspiraciones y maquinaciones de todo tipo a las que hace falta un cómodo “like” para volverlas verdad. Hoy son las “fake news” el mayor peligro para nuestro crédulo cerebro que no halla el centro de la credibilidad en su aspiración a la verdad.
No obstante, la situación en México se complica aún más con un presidente que quiere regresar al pasado en el manejo de la verdad desde el Olimpo político. Que, en su justo derecho de réplica, se encona contra el que contradice su verdad o le muestra una verdad que no le gusta e incomoda. Que exhibe públicamente lo que considera pecados de intelectuales y periodistas que no apoyan sus proyectos simplemente porque cree tener pruebas de haber sido consentidos por el anterior régimen. Por eso los insulta y los descalifica. Se victimiza como el gobernante de México más criticado y difamado. Pero que cuenta con millones de sus fanáticos que saltan como avispas africanas sobre la piel de quienes no aceptan la verdad oficial o la cuestionan, tomando como ataque personal a su caudillo lo que éstos dicen o escriben.
Lo peor es que en las reyertas que tienen como centro la verdad, haya quienes, en su extremismo ideológico, pidan a mexicanos se vayan de México si son contrarios al tlatoani de hoy. Lo que no pasaba ni en tiempos de la “dictadura perfecta”.