Nunca había vivido en Reynosa. Si acaso conocía la vieja Central de Autobuses cuando el autobús hacía su parada rumbo a Monterrey, donde estudiaba la carrera de comunicación en la UANL.
Ya egresado cruzaba la ciudad o el periférico de ida y vuelta a Matamoros cuando iba a pasar vacaciones y la Navidad a casa de mis padres. Siendo todavía más sincero de mi alejamiento por esa ciudad, cuando juntaba unos dólares prefería ir de shopping a Laredo o Brownsville, Texas. McAllen, el paraíso de los regios, la conocí cuando empecé a vivir en Reynosa.
Por semanas anduve como nómada con mis maletas de un lado para el otro. Dormí en tantos lugares que recuerdo con exactitud: en hoteles, en casas de la familia Deándar en Reynosa y en McAllen, en un departamento de Luciano Campos, corresponsal de Proceso… ¡y hasta en un rancho!
Hora Cero no tenía dinero para hospedarme en el mejor hotel. Y la verdad tampoco lo exigí cuando acepté la oferta de Heriberto Deándar Robinson. Con el paso de las semanas encontré un departamento sobre la calle San Luis Potosí donde viví 18 años con lo básico: estufa, refrigerador, sala, comedor y una televisión sin cable pero con una videocasetera VHS. Me recordaba mis años de estudiante foráneo en Monterrey.
Mi rutina diaria era llegar puntual a las nueve de la mañana a las instalaciones de Hora Cero sobre la carretera Ribereña, donde se encuentran hasta la fecha. Salía a comer o a reportear, y a las seis de la tarde regresaba a cenar y dormir.
—¿Pero quién te dijo que llegaras a las nueve a trabajar. Tú eres el director?— me preguntó Beto varias veces cuando me molestaba que pasaban cinco, diez y hasta quince minutos y nadie me abría. Mi repuesta siempre fue: “La puntualidad me la enseñó la cultura del trabajo de Monterrey”.
Superados mis enojos, los viernes por la tarde volvía con mi familia a Monterrey. Andrea, mi hija, tenía nueve años cuando empezó esa aventura. El ir y venir cada semana terminaron cuando de mensual Hora Cero se convirtió en un periódico quincenal.
Mi ausencia en casa ya era normal desde que trabajaba en El Porvenir entre 1984 y 1988 por mis constantes viajes de trabajo como enviado especial a una cobertura dentro o fuera de México; con menor frecuencia cuando fui corresponsal en Italia, aunque volví a estar fuera tras mi regreso a México en 1995 en un periodo de tres años de inestabilidad laboral en cinco empresas de medios de comunicación donde no duraba más allá de cinco meses.
¿Y quién me iba a asegurar que Hora Cero sería la sexta al hilo? Ni yo mismo.
El periódico, como otros en México que empezaron con estrechez financiera, tenía que abrirse camino. Cierto, don Heriberto Deándar Martínez en 1998 era y sigue siendo dueño-socio de El Mañana de Reynosa, el principal diario de la frontera, pero Hora Cero era proyecto de su hijo “Beto chico” o “Betito”, como le decían.
Si por momentos llegué a pensar que una semana no iba a recibir mi sueldo, por cierto muy inferior a mis inmediatos anteriores trabajos en El Norte, TV Azteca, El Diario de Monterrey antes de ser Milenio, y como director editorial de El Centro de Irapuato, jamás sucedió.
Y quiero compartirles que ninguno de sus empleados en 25 años, incluyendo los seis del sexenio anterior cuando Hora Cero sufrió un asfixiante boicot de publicidad oficial y privada, se ha quedado sin recibir su sueldo. ¿Cómo le hizo Beto? La repuesta la conozco en lo general. Y un día, me prometió, me la compartirá a detalle.
De los siete que éramos, además de Beto, en aquellos primeros dos meses del periódico (Jaime Eligio, Verónica Sáenz, Adolfo Kott, Óscar Estrada, Alejandro García, Claudia Deándar y yo), con los meses se unieron Argelia Llanas y Esmeralda Molina en el área comercial. Si bien la publicidad oficial empezaba a llegar a cuenta gotas, necesitábamos balancear los ingresos.
“Arge” venía de trabajar en un hospital local y tenía experiencia en tratar con gente. Y “Esme” conoció a la entonces esposa de Beto en un gimnasio. Las dos superaron nervios, manos sudadas y tartamudeos para concretar sus primeras ventas.
Y llegaron los vientos fríos de diciembre de 1998 y la primera posada que nunca olvidaré: fue en un pequeño salón del restaurante La cucaracha de la familia Deándar. -¿¡Pero por qué ese nombre de un bicho tan repugnante!?-, me preguntaba. Con el tiempo supe que se refería a la tradicional canción mexicana que los gringos cantaban cuando iban a comer y beber acompañados por un trío o un mariachi: “La cucaracha, la cucaracha, ya no puede caminar…”. Con el paso de los años cerró.
Esa noche de convivio navideño éramos solo unas quince personas entre empleados, esposos y esposas, don Heriberto Deándar y amigos de Beto como Juan Eliseo, un personaje, un hombre de gran corazón, guadalupano y siempre dispuesto a extender su mano para ayudar. Lo sigo apreciando igual que a su hijo.
Las horas pasaron entre música, cena, tamales, baile, regalos y buenos deseos para 1999. El año del antes y el después de Hora Cero.
(Está historia continuará…).
twitter: @hhjimenez