En 1950 Octavio Paz, en busca de explicar el comportamiento del mexicano, escribió “El Laberinto de la Soledad”, y aunque hoy estamos a 70 años de distancia de aquel breve pero contundente texto, su discurso sobre la muerte sigue vigente, a pesar de la “modernidad” neosecular y de la influencia norteamericana y mundial sobre nuestra cultura. “La vida y la muerte no se deslindan con la desaparición física”, sentenció. “Vida y muerte no son mundos contrarios; somos un solo tallo con dos flores gemelas”, de acuerdo con el poema “El Cántaro Roto”.
Según el eximio Premio Nobel de Literatura, “para el habitante de Nueva York, París o Londres, la muerte es la palabra que jamás se pronuncia porque quema los labios. El mexicano, en cambio, la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja; es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente. Para los antiguos mexicanos la muerte no era el fin natural de la vida, sino fase de un ciclo infinito. Cierto, en su actitud hay quizá tanto miedo como en la de los otros; mas al menos no se esconde ni la esconde; la contempla cara a cara con impaciencia, desdén o ironía: ‘si me han de matar mañana, que me maten de una vez’. La indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indiferencia ante la vida. El mexicano no solamente se postula la intranscendencia del morir, sino del vivir. Nuestras canciones, refranes, fiestas y reflexiones populares manifiestan de una manera inequívoca que la muerte no nos asusta porque ‘la vida nos ha curado de espantos’. Morir es natural y hasta deseable; cuanto más pronto, mejor. Nuestra indiferencia ante la muerte es la otra cara de nuestra indiferencia ante la vida. Matamos porque la vida, la nuestra y la ajena, carece de valor. Y es natural que así ocurra: vida y muerte son inseparables y cada vez que la primera pierde significación, la segunda se vuelve intranscendente. La muerte mexicana es el espejo de la vida de los mexicanos. Ante ambas el mexicano se cierra, las ignora”.
Según Octavio Paz, la manera en que morimos muestra cómo ha sido nuestra vida, pues la vida no halla en la muerte únicamente su fin, sino también su reflejo. La muerte es un espejo que refleja las vanas gesticulaciones de la vida. […] Si nuestra muerte carece de sentido, tampoco lo tuvo nuestra vida. Por eso cuando alguien muere de muerte violenta, solemos decir: ‘se la buscó. Y es cierto, cada quien tiene la muerte que se busca, la muerte que se hace. Muerte de cristiano o muerte de perro son maneras de morir que reflejan maneras de vivir. […] Dime cómo mueres y te diré quién eres´”.
Para los antiguos mexicanos la oposición entre muerte y vida no era tan absoluta como para nosotros. La vida se prolongaba en la muerte. Y a la inversa. La muerte no era el fin natural de la vida, sino fase de un ciclo infinito. Vida, muerte y resurrección eran estados de un proceso cósmico, que se repetía insaciable. La vida no tenía función más alta que desembocar en la muerte, su contrario y complemento; y la muerte, a su vez, no era un fin en sí; el hombre alimentaba con su muerte la voracidad de la vida, siempre insatisfecha.
Así subraya Paz el modo de ser de los nacidos en esta tierra: El solitario mexicano ama las fiestas y las reuniones públicas. Todo es ocasión para reunirse. Cualquier pretexto es bueno para interrumpir la marcha del tiempo y celebrar con festejos y ceremonias hombres y acontecimientos. Somos un pueblo ritual. Y esta tendencia beneficia a nuestra imaginación tanto como a nuestra sensibilidad, siempre afinadas y despiertas. El arte de la fiesta, envilecido en casi todas partes, se conserva intacto entre nosotros. En pocos lugares del mundo se puede vivir un espectáculo parecido al de las grandes fiestas religiosas de México (como el del 2 de noviembre, Día de Muertos), con sus colores violentos, agrios y puros y sus danzas, ceremonias, fuegos de artificio, trajes insólitos y la inagotable cascada de sorpresas de los frutos, dulces y objetos que se venden esos días en plazas y mercados.
“El amor y la muerte, gemelos adversarios, han sido constante asunto de los poetas, desde el origen de la civilización”. Amor y muerte, temáticas de otros autores que fueron abordadas de manera sublime y que Paz atrajo para sí, a su vez, para dilucidar en su obra ensayística, que vale la pena evocar ante las nuevas generaciones que no han leído “El Laberinto de la Soledad”. Y vale también matizar este apunte con una frase dictada con fuerza por nuestro Armando Fuentes Aguirre (Catón): “El que ha vivido bien la vida, no tiene miedo de morir”.
Igualmente he guardado para esta fecha una reflexión del gran escritor español, José Luis Martín Descalzo, sacerdote de su tiempo y de su espacio, quien en su libro “Razones para vivir” invita a saborear la vida con ilusión, con alegría y con esperanza. De este modo, al final de sus días, escribió un sentido poema que termina así: “Morir sólo es morir. Morir se acaba. /Morir es una hoguera fugitiva. / Es cruzar una puerta a la deriva/ y encontrar lo que tanto se buscaba”.