
Siempre se ha dicho –y nos parece incontestable- que la democracia es un mal sistema político, pero hasta ahora no hay ninguno que lo supere. Como afirmaba Wiston Churchill, “es el sistema menos malo que tiene una sociedad para elegir su gobierno”.
Karl Popper escribió que «los partidos actuales en las democracias son sólo máquinas para obtener votos y carecen de flexibilidad para elegir a los auténticos representantes del pueblo, salvo en el caso de los Estados Unidos». Así se creyó durante algún tiempo, pero ¿es posible admitirlo en las circunstancias presentes? Las elecciones para alcanzar la presidencia de la nación más poderosa han arrojado resultados son bien conocidos y siguen haciendo hablar a la gente: las perspectivas ante esa elección no son precisamente alentadoras.
Como no es alentador que la aristocracia o la oligarquía dominen a la colectividad en una sociedad avanzada, porque pensamos que la responsabilidad en los asuntos comunes corresponde a cada uno de los ciudadanos, aun sabiendo que los poderes fácticos se entretienen moviendo los hilos, al grado de que nuestra participación es limitada y tal vez conducida de la manera más impensable. Pero todo eso no nos echa hacia atrás, porque seguimos confiando en las bondades intrínsecas del sistema.
Podrá no parecernos que después del desastroso cuatrienio de Enrique Peña Nieto y de los mayúsculos escándalos de corrupción de distinguidos abanderados del PRI en Veracruz, Chihuahua, Quintana Roo, Durango, etc., haya votantes que en el 2017 se inclinen por esta opción política para elegir gobernadores en el Estado de México, Nayarit y nuestro vecino Coahuila, donde no expira aún el tufo de la pésima administración de Humberto Moreira y ahora ha quedado al descubierto la existencia de empresas fantasmas para lo más turbio en la gestión de Rubén, el hermano de aquél.
Y, sin embargo, se debe respetar la voluntad de quienes siguen creyendo en el PRI o se apegan al dicho “más vale malo por conocido que bueno por conocer”, ya que a fin de cuentas la democracia da de todo y no hay partido político que se salve de severos señalamientos de algunos de sus representantes más encumbrados.
Como se respetó el sufragio de los que votaron en Estados Unidos por Donald Trump en noviembre pasado, igualmente hay que aceptar lo que decidan los ciudadanos que se presenten en las urnas en el 2017, así sean manipulados descaradamente por la maquinaria oficial o vendan su conciencia por un plato de lentejas. Habrá otros, insistimos, en que sigan confiando en las promesas de los candidatos o justifiquen los abusos de poder de los acusados bajo el argumento de que “todos los políticos son unos rateros, así es que da igual los colores que los cobijen”.
El periodismo informativo no tiene más que retratar la realidad e investigar, en su caso, las denuncias que hablen de cómo se quebranta la ley en la coacción o compra del voto, mientras que el periodismo de opinión tiene a sus pies la supercarretera de las columnas en la prensa y de los tiempos específicos en los medios de electrónicos para tratar de influir con puntos de vista serios y comentarios bien fundamentados en el cerebro de los votantes, pero con respeto absoluto a la voluntad de los electores.
La democracia es la democracia, y nos guste o no nos guste, con todas sus fallas y lagunas, tiene como sello la libertad de las conciencias.