El PRI y sus seguidores quieren a fuerza meternos en el cerebro la gratitud hacia su partido por lo que ha hecho por México en décadas, desde que nació en 1929 con el nombre de Partido Nacional Revolucionario.
Pero esos tricolores no aceptan que el alto precio que el país ha debido pagar tiene que ver con la pestilente corrupción de casi toda su élite y la malformación moral de sus cuadros de directivos por la costumbre de conseguir trabajo a base de “palancas” y no por mérito propio, además de habernos negado durante décadas la capacidad de decisión y la libertad en las urnas para mantenerse en el poder por las buenas o por las malas.
Para empezar ese partido nació chueco. Su fundador Plutarco Elías Calles era un barbaján que se manchó las manos de sangre con la muerte de varios de sus opositores, como con Pancho Villa, al ser implicado históricamente, junto con Álvaro Obregón, en el asesinato del revolucionario en Parral, Chihuahua. Todo por su apetito de dinero e influencia política poderosa. Pero, en el colmo de los colmos, la primera elección que organizó dejó el tufo del fraude por todas partes, de acuerdo con documentos probatorios de su tiempo, y utilizó las armas para masacrar a jóvenes que seguían al candidato opositor, José Vasconcelos. Fue el creador del pernicioso presidencialismo mexicano.
¿Así o más claras las razones del rechazo a un vándalo que, además, se llenó los bolsillos de dinero mal habido en su carrera política? Por eso y algo más el presidente Lázaro Cárdenas lo expulsó de México en 1936 pues no cesaba en su ambición de control y poder gozando con ser llamado Jefe Máximo o líder de un dañino Maximato.
A quienes nos tocó sufrir los efectos de las mafias del PRI en sus buenos tiempos es imposible que le tengamos siquiera un poquito de respeto. Lo que hizo bien fue a costa de una ganancia estratosférica para sus dirigentes y corifeos. El pago fue el aprovechamientos de los recursos públicos para su propio provecho. No se acabaron toda la riqueza de México, porque verdaderamente es un cuerno de la abundancia, pero de que los priístas aprovecharon las facilidades para mordisquearlo, ni duda cabe. Su entrega y esfuerzo no fue por vocación y por el bien común emanado de una política sana, sino por las tarascadas enormes que le daban al erario y las tajadas que les dejaba el ejercicio de sus cargos en el gobierno, al grado de que su pobre conducta acuñó tres frases perversas: “Es un error vivir fuera del presupuesto” y “un político pobre, es un pobre político”, así como “el que no es transa, no avanza” Las uñas fueron la herramienta de su acción bienhechora.
Como periodista fui testigo de cargo en contra del partido hegemónico y casi único al dejarme escenas imborrables en mi memoria que nada tenían que ver con la decencia y el comportamiento civilizado principalmente en las jornadas electorales en que el gobierno metía las manos en el proceso completo: organizaba lo que tenía que organizar, simulaba darle voz y voto a la oposición, instalaba las urnas, contaba los votos, manipulaba los números finales y consumaba los fraudes que necesitaba cuando no quería ceder los puestos claves a lo largo y ancho de la república mexicana. La “línea” era el sello de su actuación formal. Es decir, se hacía lo que ordenara el inquilino de Los Pinos o el Palacio Nacional.
Vergüenza de vergüenzas era ver al poder legislativo de rodillas ante el tlatoani moderno. Y a la Suprema Corte pintada en el escenario, atenta a los dictados del señor de señores que al preguntar la hora, recibía como respuesta: “La hora que usted diga, señor presidente”. Simplemente el contrapoder no existía. Todo estaba sometido por los de arriba pues el Banco de México no era autónomo y el periodismo en general, salvo rarísimas excepciones, no ejercía la libertad de prensa que era letra muerta en la Constitución, ya que corrían serios riesgos los que criticaban o exhibían al omnímodo poder. Valía más, para la mayoría de los medios y reporteros, estar de lado del que sabía pagar muy bien los favores de la prensa y de la TV o la radio a través del “chayote”. ¿La Comisión de Derechos Humanos? Bah. No existía. Menos el acceso a la información pública.
Vi en muchos eventos electorales a multitud de acarreados y listas de muertos habilitados como miembros del PRI. Me constan los “carruseles” de porros votando a favor de ese partido en múltiples casillas. Fui testigo de las “urnas embarazadas” cuando nadie podía hacer nada al ver a los grupos de los sindicatos oficiales llenarlas de papeletas cruzadas a favor del PRI e instalarlas impúdicamente en las casillas. Por eso no era raro que el número de los sufragios rebasara al de los votantes. Capté en fotografías a algunas turbas golpeando a ciudadanos y ciudadanas que se envalentonaban al tratar de impedir el fraude que era común en las filas de los tricolores, quienes repartían “huesos” al por mayor y asignaban puestos jugosos en los gobiernos a los consentidos del sistema.
Años después los mismos beneficiarios de esa ralea de políticos del PRI no se inhibieron al confirmar y dejar pruebas de sus trapacerías por conveniencia. Igual que los que alcanzaron cargos públicos testimoniaron que en ocasiones debieron pagar fuertes sumas por ellos, con el fin de desquitarse luego en el manejo del presupuesto.
Así es que no nos extraña la fama de corrupto que acompaña a su último tlatoani llamado Enrique Peña Nieto, junto con sus más cercanos colaboradores. Y menos la que hoy también tiene en la mira de las autoridades a su dirigente Alejandro Moreno Cárdenas, alias “Amlito”, acusado de un presunto enriquecimiento ilícito por sus propios copartidarios, pues le piden explique la forma en que adquirió 16 inmuebles millonarios, dos vehículos y cuatro cuentas bancarias cuando fue gobernador de Campeche.
Tal es el sello del PRI, desde sus orígenes, según la buena prensa que obra como testigo desde entonces. Esa prensa de entonces que pudo documentar paso a paso los actos de corrupción de este instituto político que nació para el reparto de “huesos” y del dinero público entre los suyos. ¿Cómo quieren que le debamos respeto? Al parecer ya no tiene remedio, de acuerdo con el dicho ancestral: “Árbol que crece torcido, jamás su rama endereza”.