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Humildad, humildad, humildad

7 de febrero de 2019 por José Luis Esquivel Hernández

Todo lo que soy y he hecho en mi vida profesional se lo debo al Seminario Arquidiocesano de Monterrey de mis tiempos. Les agradezco en el alma a los maestros y sacerdotes que, desde mi adolescencia, me dieron no solamente una formación espiritual, sino cultural e intelectual. Fueron muchas sus enseñanzas que me marcaron para siempre desde que hice mío ese bendito espacio en 1959. Pero la lección que más caló en mi alma, herencia de mi madre, es la de la humildad.
Niño huérfano de padre y pobrísimo de recursos económicos, llegué ilusionado con ser sacerdote, como me lo había inculcado doña Juanita Hernández viuda de Esquivel y la religiosa Edelmira Rivera Rincón, preocupadas por quitarme la fama de “enfant terrible” que me había ganado a pulso en el barrio de las colonias Bellavista e Industrial así como en el colegio “Francisco G. Sada”. Era un niño rebelde en el que una madre muy santa había puesto su esperanza de redención social. El impacto de tal sueño me traspasó el corazón a partir del primer día que entré a las instalaciones que entonces estaban en el Templo de San Luis Gonzaga, por la calle Hidalgo y Cuauhtémoc y que meses después serían cambiadas a los modernos edificios por la calle Corregidora y carretera a Saltillo, frente a la entonces Cerámica Regiomontana.
Muy pronto me sentí en otro mundo. Fueron muchas las materias escolares que me guiaron a través de las vías de las Humanidades: Lengua Latina, Lengua Griega, Literatura Latina, Literatura Griega, Literatura Española, Filosofía, Articulación y guías del pensamiento para el discurso. Recuerdo los días de pavorreal. cuyas plumas me salían por los costados, debido a la fanfarronada de “hablar” en una lengua “muerta” que estaba más viva que nunca entre nosotros porque era todavía la oficial en los ritos de la Iglesia Católica y en los libros de clases. Ah, pero las ínfulas eran mayores al componer frases con los jeroglíficos del idioma del Mar Mediterráneo, fantochando con una pronunciación extraña, y no se diga cuando aprendí a mascullar lo básico del francés que me hacía soñar con visitar la Torre Eiffel. También cómo no iba yo a sentirme privilegiado de estudiar Filosofía y leer a pensadores de renombre después de haber tenido contacto con los clásicos romanos y griegos. Al menos así me sentía yo en una edad tan vulnerable a los impactos del ego. No sé mis numerosos compañeros.
Fue precisamente por eso que debí despertar de tales arrebatos de la insolencia juvenil el día en que en una de esas clases del Seminario memoricé una frase de los romanos que debí repetir muchas veces para no olvidar su sentido existencial hasta la fecha: “Sic transit gloria mundi” (“Así pasa la gloria del mundo”). Nada de lo terreno tiene que ver con la trascendencia del alma. Y en Navidad cómo nos remarcaban el más grande ejemplo de humildad pues Dios, siendo Dios, para venir al mundo no eligió un palacio ni lujos o ropa ostentosa, sino un establo, un pesebre con húmedas pajas y el calor de los animales de campo. “No hubo un lugar para lugar Él en el mesón”, refiere el texto evangélico.
Más tarde, en el aprendizaje elemental del griego, que nunca terminó, otra vez encontré una cita memorable que había de quedárseme para siempre: “Mataiotes mataiotetos kai panta mataiotes”.
Helenismo del Eclesiastés, esta expresión podría considerarse la síntesis de este libro bíblico, cuyo autor reflexiona también con criterios griegos sobre la fugacidad de la vida y la inexorabilidad de la muerte: “Vanidad de vanidades y todo vanidad”: Todo es fútil, frívolo, vacío, sin sentido. El libro, escrito quizá en el siglo VI a. C., podría haberlo firmado un escéptico griego o quizá un estoico o un epicúreo y hasta un existencialista del siglo XX.
De ahí en adelante entendí la primera y más difícil lucha del ser humano contra el pecado capital que inicia la lista de los siete, la soberbia, al que distingue por sobre todas las cosas la vanidad y que, inexorablemente lleva al segundo: la avaricia. Más que contra la lujuria, que despierta como león enjaulado a una determinada edad, desde niños nos enfrentamos a la gran debilidad que, por envidia del príncipe de las tinieblas, según la lección bíblica, hundió el destino de la humanidad porque llevó a Adán y Eva a querer “ser como Dios, conocedores del bien y del mal”.
En efecto, la primera tentación, en plena inocencia del hombre y de la mujer, es la presunción. Sentirnos halagados por lo bien que hablan de nosotros o de lo bien presentados que nos vemos con lo que vestimos o usamos, es el camino fácil de la vanidad. Y no tardamos en caer en la soberbia que se manifiesta en sentirnos superiores a los demás o en comportarnos con cierta prepotencia y gritar a los cuatro vientos nuestros conocimientos, éxitos, honores, bienes, homenajes que nos tributa la escuela en las premiaciones y exámenes registrados en anuarios históricos. ¿Nos extrañamos, entonces, por qué son tan arrogantes algunos vecinos, compañeros, jefes y muchos profesores o quienes -inmaduros- ostentan el don de mando? Se les subieron los humos al cerebro, decía mi madre. Se creen el último vaso con agua del desierto. Se creen paridos por un ángel, remata el dicho común. Abundan inclusive los que apenas se suben a un ladrillo y se marean. Y no se diga los que fincan su valor en el dinero u otros recursos materiales.
Mi madre siempre me dijo hasta el último día de su vida, ya muy anciana: “Recuerda, m’hijo, que entre más arriba te sientas, más duelen las caídas. Y si se derrumban las torres, con mayor razón un mojoncillo. El éxito no es para siempre”. Y en el Seminario de aquellos años encontré también el antídoto a esta terrible enfermedad humana. En el Seminario escuché a verdaderos maestros, intelectuales profundos -profundísimos- que me guiaron en mi sed de conocimiento y me alertaron de lo fugaz que es todo elogio, que puede desencadenar la perversa adicción a la egolatría, que nos lleva a ridículos espantosos y a ser presa fácil de los lambiscones que nos hallan el lado flaco para así manipularnos a su antojo.
Cómo olvidar al Padre David García Limón, el primero que encaminó mis pasos en la disciplina y el estudio, junto con Gerardo Guajardo, tan respetado en la Colonia Cuauhtémoc, a quien seguí frecuentando cuando dejó el ministerio y compartimos jornadas de trabajo en la edición de una revista. Pasan lista de presente también en el arcón de mis recuerdos el Padre Juvencio González “El Reyecito”, el Padre Juan Díaz, el Padre Rubén Ríos Zalapa, el Padre Severiano Martínez, el Padre Antonio Navarro “Navarrito”, el Padre Chazalón, más mexicano que francés; el Padre Abelardo Hernández, el Padre Elías Álvarez, el Padre Jorge Rady, Joaquín Garzafox, Jaime González y Jorge Marcos, e inclusive el joven estudiante de entonces y hoy sacerdote Jesús Antonio Acevedo Ramos. Todos dejaron una huella muy profunda en mi pensamiento; todos han revivido dentro de mí en las actividades desempeñadas en las instituciones que me han invitado a enseñar. Por el Seminario de mi época soy lo que soy; a ese Seminario le debo todo. Principalmente la lección de la humildad.
Humildad que exaltó el más grande escritor de lengua española. Miguel de Cervantes Saavedra en “Coloquio de los perros”, destacándola como la base y fundamento de todas las virtudes, pues sin ella no hayalguna que lo sea. Por tanto, para esta figura de las letras la modestia y la discreción mejoran las demás virtudes y enriquecen la personalidad.
Humildad, entonces, no es un acto de humillación ni de bajeza, sino de grandeza; de congruencia con las circunstancias que nos tocó vivir y de altura de miras. Por eso una persona con este valor en su comportamiento no se siente ni mejor ni más importante que los demás, pero al mismo tiempo sabe reconocer sus propias habilidades y capacidad de acción, a la vez que no sufre interiormente por aceptar sus limitaciones y defectos.
El valor de la humildad auténtica muestra a un ser humano modesto, sencillo, discreto y sin vanagloria de sus logros, en oposición al ostentoso que presume de lo poco que es o lo poco que tiene, porque siente la necesidad de gritarlo a los demás que ni siquiera se dan cuenta de lo que él cree que vale.
La humildad no es sinónimo de pobreza o de falta de recursos económicos. No, hay inclusive ricos que son muy sencillos y accesibles, generosos y entregados a una causa noble. Por tanto, la humildad, es convicción de una alta autoestima, por más que haya quien la interpreta como minusvaloración de sí mismo. Es un valor que rompe con el egoísmo y derrota a la soberbia. como nos lo ha mostrado en estos días la protagonista dela película ROMA, de Alfonso Quarón. Eso es humildad.

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