
Lo descubrí cuando niño. Con exactitud no recuerdo si fue en el tejabán de la calle Galeana, en la colonia Del Norte en Monterrey, la casa de los abuelos, o en Topacio número 100 de la colonia Cuauhtémoc, en San Nicolás de los Garza, el que fue mi barrio.
Fue en los años 70. Tendría yo unos seis o siete años; es decir hace poco más de medio siglo. Ahí comenzó mi adicción.
Mi abuela, Doña Cata Páez, ponía a hervir agua en un enorme posillo de peltre desde la madrugada, porque el abuelo, Don Toribio Salas, entraba a trabajar a la entonces Cervecería Cuauhtémoc a las 6:30 horas, y el viejo que era de puntualidad inglesa, siempre estuvo en la fábrica mínimo 45 minutos antes de que se escuchara aquel característico pitido que emergía de la factoría y que anunciaba el inicio de la jornada.
Por eso aquel tejabán olía a café desde las 5:00 horas. Y, a decir verdad, no era un café sofisticado ni de esos que les llaman de altura, pero para mí era glorioso. Era instantáneo, Nescafé tradicional. Se servía con leche, aquella que dejaban afuera de la casa o expendían en frascos de vidrio, o de vacas de Santa Rosa, que algún generoso pariente llevaba del rancho a la casa.
Se tomaba así, cargado, con leche y dulce. Se acompañaba con un volcán de vainilla o chocolate, o un tomate (pan tipo quequito bañado en un glas rojizo y coco rallado) una dona azucarada y había quienes preferían un bisquete, corbata u ojaldre.
Los abuelos tenían una tienda de abarrotes por la calle José María Vigil, entre Galeana y la avenida Guerrero, ahí mismo en la del Norte, a la vuelta del tejabán. Desde ahí la tía Gela nos mandaba el pan de canasto para los abuelos, el tío Rito y cuanto invitado estuviera en el hogar.
La casa y la tienda de los abuelos, que como les cuento estaban cerca de la avenida Guerrero, eran prácticamente vecinos de la fábrica Café Solubles, que a ciertas horas del día echaba un delicioso aroma de café tostado.
En casa era algo parecido, aunque mi madre Doña Nica, por influencia de nuestra vecina Doña María ella insistía, “es doña Mary” en ocasiones prefería hacer el café de grano, hervido en una olla, y quién sabe cómo, pero el café se asentaba. Claro que también rifaba el instantáneo acompañado con el pan da canasto que vendía en su tienda Doña Bucha, Tiburcia Salinas, QEPD.
De la bolsa de pan, Doña Nica siempre separaba un bisquete y un tomate para nuestro padre, Don Toño Salas, que podría disfrutarlos por la noche, ya cuando regresaba de la chamba que lo ocupaba de sol a sol en Fábricas Monterrey S.A., filial de la entonces Cervecería. Sólo se comía una pieza pero heredaba la otra para quien la descubriera.
Y mientras los abuelos eran vecinos de la procesadora de café, nuestro hogar estaba por el rumbo de la Galletera Mexicana S.A., la famosa Gamesa, que comúnmente emanaba ese rico olor de las galletas barras de coco y las canelitas.
¡Ah, cómo disfrutamos el café!
Con nuestra vecina, Doña Mary y Don Ricardo, que también eran como los Salas González de cafeteros, tomamos café a placer. Doña Nica, con siete hijas y el que escribe, y Doña Mary con una oncena de vástagos, se las ingeniaban para, en medio de tanto quehacer, deleitarse por las tardes con café, invariablemente acompañado con un delicioso pan casero.
Ahora recuerdo, Doña Mary compraba café Córdoba y Caracolillo, que le molían y mezclaban en el expendio. Luego ella lo hervía en una cafetera de vidrio, ¡directa, en la lumbre! Yo temía que un día aquel recipiente fuera a estallar por tanto calor, pero, de buenas, nunca ocurrió.
Recuerdo que por aquellos años, ya más cerca de los 80, papá compró una novedosa cafetera eléctrica con filtro de aluminio incluido, que emitía ruido y aroma cafetero.
Luego me fui por el mundo. Bueno, es un decir. Entrar a esto del periodismo y casarse con una chica veracruzana-capitalina, me hicieron hacer algunos viajes e incrementaron mi adicción al café.
A cualquier tierra que voy suelo disfrutar además de sus comidas, el café. No tiene que ser forzosamente una zona cafetera para deleitarme, pero cuando es así, como en regiones de Veracruz, Puebla, Chiapas y Oaxaca, ¡Oh Dios!
De Monterrey, además de los cafés caseros llegué a disfrutar el del extinto Brasil, el del Palax, del AL, del Manolín, del San Carlos. En Saltillo hay una tostadora que empaca el café Oso, ¡rico! Y el que vendían en la librería Monsiváis, un delite.
En Tampico qué sabroso lo preparan en Degas y en Elite.
Por carreteras, en la 57, entre Saltillo y San Luis los cafés que sirven en vaso en los modestos restaurantes son muy ricos, pero los cafés de la carretera entre Puebla y Veracruz, “mamá mía”.
En casa no hay día -a menos que sea por prescripción médica- que por la mañana e incluso al mediodía no haya café. Los buenos días de mi esposa Mónica son invariablemente desde hace 30 años con café.
Y de la CDMX, ¿qué decir? Desde el café callejero, el de los mercados, el de cualquier esquina en cualquier barrio (por Polanco, Narvarte y Coyoacán…) en la Roma, en La Condesa, el de Tacuba, el Jarocho, el Moro, La Blanca, El Popular, La Habana y muchos, muchos más, ¡son un placer, y el cuerpo lo sabe!
¿Bueno, y a todo esto, por qué les he contado todo esto? Ah, porque acepto ante ustedes, que como mi esposa y dos de mis tres hijos tenemos adicción al café, y sé que muchos me entenderán, otros me comprenderán.
¡Salud!