
Margarita Alicia Arellanes Cervantes concluye en forma desastrosa su administración al frente de la Presidencia Municipal de Monterrey. La primera alcaldesa de la ciudad tuvo, si no todo, mucho para haber pasado a la historia de mejor manera, pero, mortal al fin, el virus del poder le afectó, en su caso, desde que entró al Palacio de Cristal, del cual ahora sale derrotada.
Siendo apenas una incipiente edil, la abogada de entonces 36 primaveras se sentía la segura candidata panista al gobierno del estado, y conforme avanzaron los días aquel deseo la fue obsesionando tanto, que en un momento perdió los estribos y de paso todo cuanto había hecho, para, a su modo, obtener el abanderamiento.
El partido que creyó suyo, le dio la espalda y la dejaron vestida y alborotada.
Pero, de hecho, hace tres años y medio la ex delegada de la Sedesol, entonces de bajo perfil y reputación mucho menos gastada, fue la depositaria de la candidatura panista a la alcaldía como un plan B, emergente, ante el aniquilamiento de Miguel Ángel García Domínguez, ex secretario de Desarrollo Humano en la administración regia de Fernando Larrazábal, quien le había pavimentado el camino para que fuera su sucesor.
Pero el “quesogate” del hermano Jonás, en el cual se involucró directamente al ex edil nicolaíta Miguel Ángel Domínguez y al propio Larrazábal, provocó un cambió urgente y necesario, en el que la beneficiaria fue Margarita.
Y se la creyó. Disfrutó las mieles del poder desde el primer momento, aunque su polémica administración, sus viajes con constructores, con todo y “primer damo” y su protagonismo constante viviendo siempre como candidata en lugar de alcaldesa, le restaba puntos en forma paulatina.
Quién sabe quién encuerdó a la primera alcaldesa de Monterrey, pero hasta su señora madre se subió a su prematura campaña, ufanándose que alguien llegaría a Palacio de Gobierno en tacones, en alusión más que directa a su hija.
Durante sus primeros dos años de campaña, perdón, de gobierno municipal, la panista anduvo desatada, a grado tal que le entregó las llaves de la ciudad a Dios.
Y, populista, como muchos políticos del montón con ambiciones y aspiraciones, Margarita le echó pleito constante al gobernador (que a decir verdad eran buenos agarrones que daban nota) y se dedicó a regalar mochilas y útiles escolares a los niños, invertir cantidades groseras en imagen y a darle circo al pueblo.
Circo costoso y hasta sospechoso como aquel desfile navideño de 2013, en el que, a la usanza se pagaron millones a un proveedor amigo sin dejar rastro de crimen o irregularidad alguna. Eso sí, a muchos panistas y priistas se podrá acusar de ineficientes, opacos y hasta ególatras, pero no de tontos a la hora de manejar dineros, aunque dejen al municipio más que endeudado.
Margarita es hoy historia. Es la que no fue, y dolida por aquel embate de los suyos que la tumbaron de la nube en que andaba, se perdió en los últimos meses entre las paredes de su bunker y su agenda privada, esa que corta de tajo cualquier exposición pública y cualquier pasarela.
Y en medio de su ausencia, la panista dejó a la deriva la ciudad, esa que un día pintó de azul por todos lados, hoy queda llena de baches, sucia, con parques y plazas en el abandono, oscura y gris.
Y si algo faltaba para despedir esta polémica administración, Margarita se va dejando las arcas vacías, debiendo la gasolina, las medicinas de la clínica de burócratas los aguinaldos a los trabajadores y reabriendo los negocios de los giros negros que un día combatió.
Y se va llevándose para su usufructo un par de camionetas blindadas para ella y los suyos, por tres o seis años.
¿Así o más peor?
Por ahora, la que llegó a sentirse la diva de la política se va a la sombra por un rato, a hacer su propio recuento de daños, a reconstruir sus ambiciosos planes y afinar estrategias para estar de vuelta, seguramente, cuando ella lo considere prudente, cuando los regios la perdonen o simple y sencillamente se olviden de lo poco que aportó a la ciudad.