Me apena y me conmueve el nivel de pobreza del medio periodístico en general, pero más el de provincia. Pero también me entristece e irrita que, por esa adversa circunstancia laboral, algunos sectores de la sociedad nos califiquen de indigentes, además de que ciertos gobernantes nos vean con cara de hambre, de ahí que muchos colegas terminen en las garras de la corrupción oficial, a veces impulsados por la voracidad de los dueños de algunos medios de comunicación que, así, obtienen recursos en abundancia para ellos y justifican que sus reporteros se hagan de ingresos extras a través de dádivas, cuyo nombre peyorativo es el de “chayotes”.
Por eso se ha vuelto una costumbre ancestral que los periodistas se arrimen a un buen árbol político a fin de terminar bajo su sombra y, con el tiempo, escalar la cumbre del poder. Y no está mal buscar la superación social y económica, pero sí es lamentable que la perversión los atrape y se vuelvan tan corruptos como sus jefes. Ejemplos abundan, pero el más patético y de actualidad es el de Georgina “Gina” Domínguez Colio, de Veracruz, quien en los 90 regresó de Quintana Roo al puerto jarocho por un problema que tuvo con el entonces todopoderoso gobernador priísta Mario Villanueva, un ladrón sentenciado inclusive en Estados Unidos por sus nexos con el narco.
La sagacidad periodística y agudeza mental de la mujer pronto la hicieron ver en el PRI una buena agencia de colocaciones y la colocaron al lado del multimillonario gobernador de Veracruz, Fidel Herrera, de modo que en un abrir y cerrar de ojos, ella decía que “se sacó la lotería” al apoyar al hoy vituperado gobernador veracruzano Javier Duarte de Ochoa, a quien apoyó en su candidatura a diputado federal y luego al cargo de ejecutivo del Estado. Según su propia percepción, había llegado a lo más alto de su carrera como la mera mera de Comunicación Social, al grado de sentirse ufana de ser llamada “Vicegobernadora”.
Los que un día la conocieron modesta y sencilla como periodista, poseedora de un automóvil destartalado, se asombraban de su ascenso en la política pero más de su riqueza inexplicable mes tras mes a partir del 2010, y a pesar de haber dejado de ser la vocera de Duarte en 2014, siguió a su lado en un puesto inventado, aguantando la prepotencia y los espantosos estados de ánimo del gobernador y los de la esposa de éste, Karime Macías.
Sin embargo, lo peor no fue el escandaloso desvío de más de mil millones de pesos de que se le acusa y la sorpresiva fortuna personal que la ha hecho dueña de medios de comunicación, sino el agravio a su gremio, al grado de volver un cliché el “¿qué me vas a pedir?” del gobernador Javier Duarte al tener enfrente a un periodista. Y su ataque certero, como gran censora, a las voces y los medios críticos, sometiendo a los dueños que, en su afán de compartir dinero en abundancia, vendieron su línea editorial.
Fue dura contra los que no acataban su insania y los golpeó con furia, dándoles donde más duele: el despido de su trabajo por órdenes suyas. Mandó correr de empresas sometidas a sus caprichos a columnistas y articulistas que cuestionaban el desgobierno de su patrón y se ensañó con reporteros que, muy a tiempo, desnudaron la verdad de la corrupción y de las empresas fantasmas a donde iba a dar el caudal del gobierno de Veracruz, e inclusive se enfrentó a líderes sociales que osaban denunciar el atropello y el olvido oficial.
“Me saqué la lotería”, decía en sus tiempos de glamour y gloria efímera. Hoy está presa en el penal de Pacho Viejo enfrentando cargos que los periodistas honestos descubrieron a tiempo, y que callaron los que fueron presa del hambre que ella veía en sus rostros. Los compró, y a muy buen precio. Pero no a todos.
Ella pensaba que quedarían en el olvido los 503 millones de pesos que pagó a incondicionales y empresas fantasmas sin que el gobierno de Veracruz recibiera los servicios contratados. Creyó que tendría la gratitud de los periodistas que becó para viajar o estudiar en el extranjero y a los que les quitó lo miserables retacándoles de dinero la boca para que no denunciaran lo denunciable. Y sin embargo, le llegó la hora de rendir cuentas y la cárcel es ahora su destino, como el de su jefe Javier Duarte y Ochoa en Guatemala, porque, como dijo alguien del medio político, los buenos pillos son los que no dejan huella, pero éstos pecaron de ingenuos o atrevidos. O no les alcanzó el tiempo para esconder sus triquiñuelas.