Me estaba contando de sus aciagas aventuras, de los lejanos y aguerridos océanos que ha surcado en el vientre de una ballena o en la nariz de un delfín juguetón.
Siete mares, unos cálidos y otros gélidos -hechos de hielo y silencio-, le han dado ese donaire, ese misticismo de ser impasible que mira la vida pasar desde un lugar apartado.
Esculpido a paciencia por el agua y la arena, el Caracol sabe de la vida más de lo que sus pliegues cuentan pero menos de lo que sus historias dicen.
Espiral de los siglos, su bajo vientre bruñido por el tiempo reluce cuando suelta las amarras de su canto de sol y sal, de espuma y viento.
Hay que escucharlo atento porque su voz es el fragor de cien mil batallas libradas bajo el peso de los días que se convierten en leyenda y los mitos que se vuelven memoria colectiva.
Desde el Cabo de Hornos hasta la inimaginable Islandia, donde los Celtas y los vikingos cabalgaban intrépidos sobre barcos cargados de presagios y de locura, el Caracol ya era viejo lobo de mar escupiendo tabaco y mirando el mundo con su único ojo, fijo y deslumbrante, que ha presenciado el paso de huracanes como manada de elefantes y de gaviotas que bailan su vals sublime e hipnótico sin otro interés que escribir mensajes en el cielo.
Y yo me pregunto ¿quién le narra estas historias al Caracol? ¿quién las recibe de él? ¿a dónde va su voz cuando no la seducen las olas que llegan mansas a morir lamiendo la falda de alguna playa?
Entonces me lo acerco al oído y, guardando un proverbial decoro, alcanzo a percibir su voz, sus historias, la filigrana de sus relatos decantándose para sacudir mi imaginación y llevarla ultramar, donde las sirenas se asolean en blancas terrazas y los pescadores tejen sus redes sin otro parasol que sus espaldas morenas y curtidas.
Son las voces del olvido, del boleto sin vuelta atrás, del adiós permanente.
A esa tierra mística parto hoy.