Manuel Silos Martínez salió de Matamoros, Tamaulipas, como muchos otros estudiantes recién egresados de la preparatoria que emigraban a Monterrey para continuar con sus estudios universitarios. Y en esa frontera vivió en una modesta casa de la proletaria colonia Obrera, junto a un canal que dividía esa zona de calles lodosas y altos índices de delincuencia, con la próspera colonia San Francisco.
Ya en Monterrey se inscribió en la Facultad de Economía de la Universidad Autónoma de Nuevo León. Eran los años 60. En ese ambiente conoció a otro estudiante de nombre Sócrates Rizzo García, de ideología izquierdista, quien en 1991 se convertiría, primero en alcalde de Monterrey y, luego, en candidato del PRI al gobierno del Estado.
Ese mismo año, Silos Martínez –cuyo nombre no figuraba años atrás entre los posibles candidatos a la rectoría de la UANL-, llegó a ocupar el cargo en sustitución del ingeniero Gregorio Farías Longoria, bien cobijado por el futuro gobernador, su amigo Rizzo García.
En la historia más negra de la UANL en su 75 aniversario, Silos Martínez es sin duda uno de los principales protagonistas porque durante los cinco años de su gestión, la corrupción –en todas sus modalidades y excesos-, recorrió cada uno de los pisos de la rectoría, siendo el octavo nivel el centro de esas operaciones.
Valentín Ovalle Faz, compañero de celda hasta que obtuvieron su libertad junto con el ex tesorero de la Universidad, llegó a colocar un sistema para grabar las llamadas telefónicas de los principales funcionarios en el edificio de la rectoría, entre ellos Reyes Tamez Guerra, Luis Galán Wong y Carlos Garza, en ese tiempo secretario general, secretario académico y contralor, respectivamente.
En 1996, en plena investigación periodística de El Norte y antiguo Diario de Monterrey, conocí a la persona que contrató Ovalle Faz para instalar los artefactos de espionaje telefónico en las oficinas donde despachaban cada uno de los funcionarios de la UANL “enemigos del rector”.
Con el paso de los años olvidé su nombre, pero la primera cita la tuve con aquel joven padre de familia, de unos 25 años, en una casa particular cerca de la plaza de toros de Monte-rrey. Sin grabadora encendida y sin fotos, como fue su petición, me contó a detalle el espionaje en la institución.
Entre otras relatos mencionó que fue contratado personalmente por Ovalle Faz, a quien conocía años atrás, cuando Silos Martínez lo convirtió en uno de los personajes con mayor poder dentro de la Universidad, con el disfraz de secretario particular.
Así, desde la primera reunión con el ex empleado de rectoría, se convirtió para mí en una de las fuentes confiables de información. Y hasta que dejé El Norte y El Diario como reportero, siempre lo mantuve en el anonimato, tal como me lo sugirió cuando lo conocí.
En otra ocasión que nos vimos, de varias reuniones entre mayo y diciembre de 1996, me llevó una caja de cartón con papelería oficial de la UANL que extrajo antes de ser despedido por Ovalle Faz. Había documentos, entre muchos otros, sobre las compras de aparatos para grabar las conversaciones, instalados en una casa particular ubicada en un fraccionamiento de San Nicolás de los Garza.
Esa residencia, según documentos consultados en el Registro Público de la Propiedad, pertenecía a Ovalle Faz. En 1996, con la renuncia de Silos Martínez y Ovalle Faz, ese centro de operaciones clandestinas para espiar a los “enemigos del rector” fue desmantelado.
El responsable de grabarlos, me contó, aprovechaba las noches para entrar a sus oficinas e instalaba los artefactos. Sin embargo, cuando había alguna falla, la excusa perfecta eran problemas en el conmutador de rectoría y que se estaban haciendo revisiones de rutina a los teléfonos.
Cada uno de los documentos que me confió -no siempre para publicarlos ya que siempre decía tener miedo de alguna represalia-, pasaron la prueba de la autenticidad. Y siempre resultó ser cierto la existencia de cada uno de los negocios, los domicilios y otros datos relevantes.
“Ellos (los implicados en la corrupción de la UANL) ya saben que te estoy dando información. Tengo miedo de que algo me pase”, me dijo una vez. Y no le creí, quiero admitirlo.
En los primeros meses de 1997 me habló otra persona que sabía de él. En las secciones policiacas de los periódicos de Monterrey se mencionaba su nombre: fue encontrado muerto al dispararse con una pistola en la casa de sus padres.
Días después marqué el teléfono de su casa y me contestó su anciana madre a quien conocí fugazmente. Con su voz entrecortada me dijo: “Mi hijo no se mató, no tenía motivos. Lo mataron”.
Continuará…