
A finales de la década de los ochentas vi un partido amistoso entre Tigres y Tampico Madero, en la Cueva de Zuazua, campo de entrenamiento de los felinos.
Iniciaba en el periodismo deportivo, en el Extra! De la Tarde y cubría tanto a Tigres como a Rayados, por lo que tenía que alternarme para acudir a sus prácticas. Me tocó una tarde ir a la Cueva, a ver un juego de preparación del conjunto universitario. Fue cuando tuve mi primer encuentro con un muchacho de zurda bien educada, que en la alineación fue presentado como Marco Antonio Ruiz, y a quien sus compañeros llamaban Chima.
En aquellos años, para ir al entrenamiento, los jugadores de Tigres que no tenían coche, que era casi la mitad de la plantilla, se trepaba a un camión escolar trompudo y amarillo, de asientos duros de fibra de vidrio. Los reporteros también nos subíamos, por igual, para aprovechar el aventón. Y ahí nos íbamos, contemporizando con los jugadores en el trayecto de unos 20 minutos hacia el norte, saliendo de la entrada principal del estadio Universitario.
Tigres enfrentaba a los tamaulipecos en una cancha que era como alfombra, en el campamento de territorio rural. No recuerdo si el compromiso se dirimió en la época de Carlos Miloc, o de su relevo en el banquillo, el uruguayo Hugo Hernández. Lo cierto es que Tigres jugó con sus camisas amarillas de entrenamiento Le Coq Sportif, la marca que los patrocinaba, y los visitantes, con uniforme celeste.
A los reporteros se nos permitió estar detrás de la alambrada, como espectadores de privilegio. Recuerdo que en ese primer tiempo me desconcertó ver a un muchacho moreno y de talla pequeña, que se movía por el lado derecho manejando la zurda habilidad sobresaliente. Llamaba mucho la atención ese muchacho que, luego supe, era de mi edad, cercano a los 20. Aunque ya había debutado con La Jaiba no lo tenía en el radar. Cuando lo hice notar, los compañeros reporteros, más veteranos, me indicaron que ya conocían a Chima, y confirmaron su habilidad por encima de la media.
Ocurre siempre con esos jugadores, que uno destaca porque tienen una don natural que los hace sobresalientes. En aquellos años comenzaba a figurar otro muchacho de Rayados, Francisco Javier Cruz, al que le decían al Abuelo y pasaba lo mismo con él. Cuando iba a los entrenamientos, veía como se sacaba de encima a uno y otro. Era evidente que figuraría.
Carlos Reinoso, que en algún momento sería entrenador de Ruiz en el Tampico, llegó a decir que era el mejor delantero de México. Tenía una cualidad complicadísima para el juego. Recibía, pero no dejaba que el balón se detuviera. En ese encuentro, Lalo Rergis, campeón entre los duros de la zaga, le tiró dos o tres hachazos para despojarlo, pero el muchacho quién sabe cómo escamoteaba la redonda y avanzaba.
Fue un deleite, la exhibición de ese chaval de cabello corto y copetillo travieso, que estaba haciendo estragos entre los defensas de Tigres. Soy un convencido de que el buen futbol se puede apreciar en cualquier lado, no solo en los estadios repletos o en los equipos grandes. Ahí, en ese campo de ensayos, en un partido aparentemente intrascendente, estaba atestiguando la magia de un muchacho que era la representación ejemplar de un profesional que va en ascenso.
Me llamaba la atención su mirada de concentración absoluta, cuando tomaba el balón y encaraba. No puede ser de otra forma, pues cualquier jugador que se tome en serio, en el nivel que sea, cuando recibe el balón, genera un efecto de túnel sensorial al instante del regate. Lo diferente es que yo apreciaba ese estado de gracia en vivo, a un metro de distancia, no a través de la fría pantalla de la TV. El joven atacante fue indiscutiblemente la figura de ese partido de fogueo.
Meses después vi, igual que todo el país, aquella jugada terrible en la que Fernando Quirarte, jugando para la U de G, le partió tibia y peroné, con una barrida que el mismo Chima ha considerado alevosa. Se cortó, de un guadañazo, una trayectoria que subía rápido, como una bengala. Afortunadamente, Ruiz se recuperó y pudo seguir con su carrera por varios equipos de primera división, como presencia permanente en los estadios del país. Aunque nunca se coronó en primera división, fue campeón de Copa con Tigres y estuvo en el año del descenso de los universitarios, y los ayudó a recuperar la categoría.
Ahora está de estreno como entrenador emergente de Tigres, luego de la abrupta y estrepitosa salida de Diego Cocca. Al igual que hace 20 años, y aunque ya es un veterano en el negocio del balompié, la afición le sigue llamando Chima, como lo conocieron cuando era un muchacho.
Habrá qué esperar los resultados que arroje al finalizar el presente torneo, como encargado de dirigir al equipo de la Universidad Autónoma de Nuevo León. Ojalá pueda ponerle la magia que sacaba cuando era un bisoño jugador.