
La única vez en la vida que vi en persona a Diego Armando Maradona ocurrió un 13 de noviembre del 2006, en la Arena Monterrey.
El 10 encabezaba el espectáculo denominado Showbol, en el que viejas glorias de Argentina se enfrentarían en un duelo de futbol 7 contra ex seleccionados de México.
Fue muy extraño ver al legendario argentino. No todos los días uno tiene la oportunidad de atestiguar la presencia de un dios y este parecía uno pagano y decadente. De cualquier manera, su condición de deidad le proporcionaba un aura especial y magnética.
Siempre he pensado que personalidades como Diego despiden una energía especial. Lo mismo pasa con actores, escritores, cantantes, humanistas que dictan tendencias en el planeta y que ayudan a encauzar el devenir de la humanidad. Son personas que traen una luz inmensa, y resplandecen de una manera muy particular. Me pasó cuando vi, de frente, a Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Juan Pablo II, Joan Manuel Serrat, Felipe Cazals, Bruce Willis. Son tipos que emanan fragancias de divinidad y muestran resplandores de inmortales.
Aquel partido terminó 8-3 en favor de los argentinos pero, eso, la verdad fue lo de menos. Lo que importaba era ver al d10s, como si fuera la materialización de un buda enfundado en uniforme celeste y blanco.
Para entonces, como futbolista, el Diego era solo una piltrafa. No fue a jugar, si no a exhibirse. Como leyenda viviente, era el fenómeno de carpa, aunque muchos acudimos, gustosos, a su encuentro, celebrando su vida y sus glorias. Regordete, con obesidad mórbida, apenas podía desplazarse en la alfombra. Portaba en la izquierda una rodilla mecánica que le servía de poca ayuda.
Pese a sus muy reducidas habilidades para manejar sus pasiones desbordadas y su escasa inteligencia emocional, Maradona siempre fue astuto y sensible con el público y los medios. Sabía lo que la gente quería. Había momentos en que, fastidiado de la fama, se retraía, y se enfadaba con quienes traspasaban los límites de su espacio vital. Pero la mayor parte del tiempo, sabía convivir muy bien con sus acólitos.
En esta visita a la ciudad, Maradona ya no jugaba a nada. Era muy extraño ver sin fondo físico al Pibe que se devoró el Mundial de México 86 y trapeó al once de Alemania, una de las máquinas de futbol más poderosas de la historia. Pero los 9 mil concitados en la Arena estábamos encantados de verlo, aún así.
Recibía la pelota y sus compañeros de los dos equipos lo dejaban hacer. No le presionaban la marca. Y el Pelusa, cómplice, agradecía esos gestos de generosidad de sus convidados. Era su fiesta y se le dejaba que hiciera lo que quisiera. Y los que ahí estábamos solo queríamos verlo moverse, como un holograma viviente de alguien que había sido y que ya nunca más sería.
En Monterrey, recuerdo bien, lo presentaron con un spot que lo iluminó únicamente a él. Todas las luces de la arena se apagaron para hacerlo brillar, una vez más, como en sus mejores tiempos. Las pantallas repetían imágenes de aquella epopeya contra Inglaterra, sus desplantes mágicos con Nápoles, las escapadas que hacía zigzagueantes en el Camp Nou en su época culé.
Porque el de Lanús en su mejor forma, adquirió tonalidades de genio. Había alcanzado una sabiduría física y un entendimiento con el balón de alcances cósmicos. Miguel Ángel Buonarroti se habló de tú con el Altísimo cuando cinceló el David. Da Vinci y Dalí orbitaron en galaxias plutonianas cuando alcanzaron el cénit de sus talentos, con un pincel en la diestra. Diego Armando Maradona estuvo a la par de todos ellos, al hacer poesía pura con los botines, con una forma sublime de arte plástico para manejar la esférica.
Cansado hasta de él mismo, Maradona solo se dejaba ver para ganar dólares a carretadas. Para esto también fue excelente. Aunque lo tildaban de despilfarrador, siempre supo tener las arcas llenas. En toda la gira de ese Showbol jugaba poco y se dejaba querer, sabiendo que todos íbamos a verlo a él.
Y nos dio lo que le pedimos. Apreciarlo en vivo y en directo fue como si hubiera pasado frente a la tribuna, para dejarnos tocar su mano sagrado, la túnica de terciopelo que, por esa noche, nos recargó la fe en el futbol y nos curó de todos los males del mundo.
Así era Diego Armando, podía curarnos de todo mal, aunque fuera por unas horas.