
Decían de Rodrigo que no sabía estar solo. Es decir, que no sabía vivir. Pero bien que lo sabía. Aunque la sociedad entera se esforzara para evitar que tomara conciencia de este hecho irrevocable e intransferible: había nacido solo y se iba a morir solo; entonces ¿porqué iba a vivir de otro modo?
Sus congéneres llegaron al grado de inventar el pilar donde se asienta toda la civilización occidental: la familia, y presionarlo con expulsarlo de ese paraíso terrenal llamado ciudadanía si no aceptaba integrarse a una.
El se sentía y, mejor aún, se sabía solo. O sea, vivo: transitando entre el que ansiaba dejar de ser y el que anhelaba convertirse: de niño a adolescente, de joven a adulto, de hijo de familia a paria… avanzando hacia el futuro.
Sobre todo, deseaba que lo dejaran de señalar con el dedo acusador.
Sí. Estaba solo y así quería seguir, como los huizaches del desierto.
Viviendo a su aire y sin otro calendario que el día a día, sin despertar pasiones ni sospechas, despojado de ilusiones y de responsabilidades. Libre.
Por eso llegó a la ciudad, sin más expectativa que pasar desapercibido entre otras soledades, y se dio a la tarea de buscar la manera de integrarse a ese rompecabezas donde nadie le tomaría importancia.
Era el último en bajar de los vagones del metro, el primero en abandonar los antros aunque el ambiente estuviera in crescendo y el menos comprometido cuando de solucionar el futuro del mundo se trataba.
Un día se enteró que en Colombia, en el departamento del Atlántico, existe una población que se llama Soledad.
Desde ahí llegó un cantante que -irónica tragedia- le contó detalles de ese lugar de romántico nombre: estaba lleno de familias felices, de copiosas dinastías que organizaban peregrinaciones al río Magdalena o festines dominicales donde la comida y el amor filial rebosaba las mesas y los corazones.
Se dio cuenta entonces que los cazadores de los solitarios estaban ganando inexorablemente la batalla y no tenía caso buscar ayuda porque estaba condenado a abandonar su soledad.
Todos los seres humanos se sienten solos en algún momento de su vida, pero huyen de esta natural condición con un frenesí digno de mejor causa y a él, que se entregaba con la soltura y el decoro de un capitán hundiéndose con su nave, se le vilipendiaba por no ser como el resto.
Por eso, un día empezó a usufructar su soledad.
Primero dejó de asistir a reuniones, ya no respondía su telefóno y su correo electrónico fue cancelado porque no lo utilizaba.
Finalmente se dedicó a la única profesión donde nadie le condenaría por estar solo: escribir.
Así, hasta que una mañana, camino a su oficina, poco a poco se fue desvaneciendo y suavemente, como la brisa matutina bajo el sol, desapareció.