Conocí a Javier Ramírez Nava hace treinta años, en la época en que era un fumador compulsivo y de hábitos singulares. En su escritorio de Prensa de Reynosa, a un lado de la Macintosh donde escribía, había un cenicero atiborrado de cigarros Benson & Hedges dorados extralargos. Pero cada uno estaba consumido a la mitad. Adivinaba que la tensión que le provocaba la conducción diaria del periódico, lo hacía que prendiera un cigarro tras otro. Pero, de pura ansiedad, los apagaba a medio consumir. Y así, en cada jornada se echaba a los pulmones dos cajetillas que, para efectos prácticos, eran una.
Lo que marcaba esos días era la intensidad con la que Nava conducía el periódico. Vivía para eso. Entraba a las cinco de la tarde y se iba a la media noche. Casi no tenía vida, típico de los directores editoriales que, en su gran mayoría, pasan por gastritis, divorcios, depresiones, desequilibrios emocionales, mientras entregan toda su devoción al medio que conducen.
Era un tipo de dos metros de alto y de unos 150 kilos de peso. El Gordo Nava le decían los más allegados. Yo, en lo personal lo llamaba Señor Nava y le hablaba de tú. Con voz delgada y afable, era como un niño enorme y creativo, de gran agilidad mental, que, en aquellos años de pasión periodística juvenil, tenía la costumbre de hablar mientras exhalaba por la nariz la combustión de los Benson. Nunca estudió diseño, pero era mucho mejor que cualquier doctor de las artes gráficas que llegaba de los pomposamente llamados medios grandes para reformar la imagen del periódico. Gozaba de una tremenda intuición para los encabezados inteligentes y para el acomodo singular de los elementos de las portadas, como las fotografías y los textos chorreados.
Fue él quien me recibió en La Prensa una noche lluviosa de enero de 1991, cuando, veinteañero y medio desilusionado del oficio, había emigrado de Monterrey para refugiarme en Reynosa, en la primera aventura fuera de casa. Conocerlo fue una revelación, pues tenía virtudes de paciencia, empatía y humor, con respuestas rápidas. Además, era un tipo muy leído que disfrutaba las referencias de la cultura pop. De inmediato nos identificamos con gustos idénticos por las películas y los libros, pues lo mismo era gran cinéfilo que cazador de grandes autores. Teníamos un gusto particular por los westerns y por las novelas de espías, y del género que le gustaba definir como ficción dura. Lucky Boy, me bautizó desde el inicio y así me llamó siempre. En su oficina de cristal, medio ahogado por la chimenea que formaba su cenicero, nos pasábamos horas hablando de nuestras pasiones. O más bien dicho, lo escuchaba, porque tenía charla interminable sobre detalles de sus autores favoritos, como Asimov, King, Huxley, Bradbury, que lo hacían ensoñar con escenarios futuros, que me describía como si estuviera ahí. Estaba presto también siempre para recitarme párrafos completos de novelas de Ludlum, Wallace o de Forsyth. Se nos llenaba la lengua de miel cuando citábamos a nuestros ídolos de la pantalla: Charlton Heston, Clint Eastwood, Stanley Kubrick, Meryl Streep, Burt Lancaster, Jack Nicholson, Martin Scorsese, Henry Fonda, Diane Keaton. Durante décadas ejercitamos un pasatiempo: cada vez que nos encontrábamos, mencionábamos un pasaje de la película El Bueno, el Malo y el Feo, de Sergio Leone, que nos fascinaba. El reto era completar diálogos que alguno iniciaba, pues se suponía que conocíamos todos los detalles de la producción. Nunca fallábamos.
Como jefe, era maestro. Sabio en el oficio y en la vida, me decía cómo mejorar la entrada de una nota o me daba consejos para adaptarme a la vida fronteriza. Habituado al trajín veloz de tierras regias, a veces me desesperaba por la forma diferente en que funcionaban los medios reynosenses. Aquí no es igual que allá, chavo. Hasta que lo entiendas te darás de topes en la pared, me dijo alguna vez. Me quitó lo cabeza dura y bajo su guía, me adapté a una nueva forma de trabajar, muy diferente a lo que había conocido. Sabía de lo que hablaba, pues él se formó en El Porvenir, de Monterrey, en su mejor época, y conocía los rigores del diarismo en una plaza competitiva.
Nunca fui a una cantina, ni a un café, con el Señor Nava. Si acaso, cuando compartíamos turno en La Prensa, caminábamos a alguna fonda cercana a comer, para echarnos algo en la barriga y continuar con la faena. No era de socializar, ni de bohemia. Hasta donde lo conocí, lo suyo siempre fue del trabajo a la casa, ida y vuelta. Cuando dejamos la Prensa, seguíamos en contacto, pero ya poco en persona. Hablábamos por teléfono, o en alguna oficina, mientras él sostenía un mouse o estaba frente a una pantalla. En los últimos años, de visita por El Mañana de Reynosa, en misión periodística, caía en su cubículo de director editorial, donde había recalado. Al verme, rodeaba lentamente el escritorio para saludarme, y como siempre fue un ser humano corpulento, se agachaba para darme el abrazo de apretón cuidadoso, como si temiera romperme algunas vértebras. Hablábamos ahí o se daba un descanso para salir conmigo a la terraza y echarse unos cigarros, mientras nos poníamos al día.
Amistoso, me reprochaba permanentemente que siguiera en el periodismo. Él estaba convencido que mi lugar en la vida era haciendo cine y que a eso me debía dedicar. Por eso le daba gusto saber que me hice técnico en cinematografía, que había publicado libros de guiones, y que daba clases de guionismo.
Poco antes de la pandemia me enteré que su salud se había deteriorado. A su lado estaba su esposa Carmen, mi amiga, a quien siempre se refería con ternura y gratitud. Si no fuera por ella…, me aclaraba con frecuencia, para expresar los cuidados que de ella recibía, mientras se recuperaba de las dolencias. Se esmeraba en enfatizar, sin decirlo, la importancia en su vida de quien fue su pareja hasta el fin.
En el último año intensificamos nuestras conversaciones telefónicas. Aunque cualquier día nos hablábamos para saludarnos o pretextábamos cualquier intercambio de información para comunicarnos, a él le gustaban las charlas de los miércoles, que era su día de descanso. Libros, cine, series, periodismo, rock, eran nuestras temáticas. Me recomendaba películas, discos, novelas. En ocasiones, solo intercambiábamos mensajes por Whatsapp. A veces discutíamos de la transformación del periodismo desde el tiempo en que nos conocimos hasta ahora, y coincidíamos, ya avejentados en la profesión, que la sangre nueva necesitaba mayor ímpetu, estímulos, entrega, porque detectábamos pereza entre los jóvenes reporteros, ocasionada, quizás, por las celestiales facilidades que proporcionaban la red y la información de contexto, al alcance de un clic.
Aunque su voz se había suavizado por los padecimientos, percibía ese retintín emocionado cuando abundábamos en nuestras obsesiones comunes. Ahora percibo que había una urgencia por hablar de sus pasiones, como si le quisiera ganar instantes a la vida.
Sé que tenía otros amigos, con los que igual compartía sus gustos. Bienaventurados, ellos y yo, que lo tuvimos a él, porque es un tipo inolvidable. Modesto, de perfil permanentemente bajo, creo que no se dio cuenta del impacto que ejerció en quienes lo tuvimos cerca. Me siento afortunado de que cruzáramos caminos y que siguiéramos juntos la senda del periodismo, como camaradas. Nunca se lo dije, pero estoy seguro que él sabía que lo quería como a un hermano mayor.