
POR Juan Ramón Piña
Los deportistas Olímpicos de México quedaban en total desamparo económico tras su retiro de la alta competencia. Así sucedió con la mayoría de ellos, al menos hasta mediados de los años 90, cuando empezaron a surgir deportistas de perfil olímpico con estudios universitarios.
Para el deportista nacional llegar a concentrarse al Centro Deportivo Olímpico Mexicano podía ser lo máximo, pero también significaba dejar atrás familia, amigos, cambio de hábitos y de cultura, puesto que había que vivir en el Distrito Federal.
De lo mejor que podía tocar al llegar al CDOM, desde luego que era la calidad y cantidad de los entrenamientos, estar con los mejores entrenadores del país, comer bien, descansar, tener atención médica básica.
Lo contrastante era no trabajar, al menos que se tuviera alguna beca estatal o de alguna dependencia federal, y dejar de estudiar, así fuera la preparatoria o la carrera universitaria.
Claro que hubo casos de deportistas que pudieron combinar el alto rendimiento deportivo con estudios de licenciatura, aunque la mayoría de ellos no son medallistas olímpicos.
En aquellas épocas era muy difícil estudiar una carrera universitaria para un deportista del CDOM: o entrenaba o estudiaba. La intensidad de los entrenamientos, giras, viajes, tratamiento de lesiones, entre otras tareas, quitaban tiempo a la intención de estudiar.
Sin darse cuenta, y de repente, el deportista ya estaba en el ocaso de su carrera y sin saber más nada en la vida, salvo que entrenar deporte. Si terminaba con una presea olímpica le podría ir bien, colocándose o dirigiendo en algún departamento de deportes.
Sin antigüedad laboral, sin prestaciones sociales y sin sustento económico, la gran mayoría, empezaba un nuevo ciclo de vida. Algunos seguían en el deporte, otros cambiaban de giro para poder sobrevivir.
Por eso, versiones anteriores de la Carta Olímpica, sugerían a las instancias nacionales del deporte de los países no olvidar a quienes habían dado todo en busca de la gloria olímpica.
En México, bajo la Presidencia de Carlos Salinas de Gortari, se creó el Fideicomiso de Medallistas Olímpicos Mexicanos, que inició siendo solo para ganadores de presea en los Olímpicos de Verano.
Después se sumaron los paralímpicos y el recurso empezó a escasear, tanto que ha estado a punto de desaparecer, existiendo largos periodos en los que no les pagan la beca.
Nuevo León, tierra de líderes, tiene tres medallistas olímpicos de esencia amateur y que no emergieron de estructuras lucrativas como es el deporte profesional: los marchistas Daniel Bautista (oro) y Raúl González (plata y oro), y la arquera Mariana Avitia (bronce). Los tres alcanzaron el logro más importante de un deportista amateur: el podio olímpico.
Los dos atletas pertenecieron a esas generaciones que se la jugaron por el deporte, dándolo todo, entregándose en cuerpo y alma. El caso de Avitia es un poco distinto por ser mucho más joven que sus colegas, ella tiene carrera universitaria, que lo mismo la tiene González, obtenida a sus 64 años.
Nuevo León ha reconocido a toreros y beisbolistas, y a los primeros hasta “casa” les han puesto al nombrarlos en avenidas, plazas y estaciones del metro, pero no ha rendido tributo de altura a sus medallistas olímpicos.
Por ello, la propuesta que abanderó ésta su revista, Hora Cero Deportes, y que tomó para iniciativa la Diputada María del Consuelo Gálvez, es un paso fundamental para que el Estado tribute un estímulo económico a estos tres medallistas.
Bautista y González lo tuvieron, pero desavenencias burocráticas de administraciones estatales pasadas les impidieron mantener ese estímulo; Avitia recién conoció sobre esa iniquidad.
Avitia todavía puede seguir en su deporte, que no es el caso de los ex marchistas. Los tres son fuente de inspiración para niños y jóvenes que sueñan con alcanzar grandes cotas de desempeño, no importa que no sean en deportes.
Y justo es que su grandeza sea reconocida como tal por el Estado, y como debe ser: en económico, no en homenajes, monumentos o calles.