
Coco y yo veníamos llegando de la Septién. Dejamos las mochilas en el sillón de la sala. Hacía un poco de frío. Era noviembre de 1989. Nos disponíamos a lavarnos las manos cuando miramos el escándalo que provenía desde la pantalla de la televisión y volteamos a ver cómo un grupo de muchachos, con mazos, martillos, a gritos, a brincos, comenzaban a derribar el Muro de Berlín. Yo me quedé pasmada con la imagen y el papá de mi amiga Coco se nos unió y los tres nos quedamos ahí, parados, frente a la televisión, observando mudos la histórica imagen de la caída del Muro de la vergüenza; el Muro de la ignominia.
-¿Qué está pasando? -dijo Coco.
-Están tirando el Muro de Berlín… -apenas musitó su papá.
Entonces el papá de mi amiga comenzó a llorar. Ahí, frente a la televisión, se limpiaba con el puño las lágrimas que afloraban y con voz entrecortada dijo: “por fin lo tiraron…”. Observé con respeto al buen hombre y me sentí afortunada de convivir con una familia como los Estrada.
-¿Desde cuándo construyeron el Muro, don Alfonso?
-Desde 1961… -dijo sin apartar los ojos de la televisión.
El tema de la comida, acompañada de esa rica sopa de fideo que hacían en la casa de Coco, fue sin duda la construcción del Muro, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría y el Muro caído. El papá de mi amiga aprovechó para darnos una cátedra bastante amplia sobre los temas relacionados con la Alemania Oriental y la Alemania Occidental; un país separado en dos por decisiones políticas, por efectos de la Europa Oriental con todavía esa idea de invadir, de dominar, de controlar, de mandar y de tener el poder político, económico y social sobre los demás países de occidente.
Pero de aquella imagen, lo que más recuerdo es a los miles de jóvenes en franca algarabía celebrando el fin de una época de un país dividido, donde más de 200 personas murieron al tratar de cruzar el infame muro que dividió familias enteras y quienes, tras la caída, por fin pudieron reencontrarse en un inacabable abrazo, dejando atrás las huellas de una Segunda Guerra Mundial que dejó Berlín destruido, que tardó más de 40 años en reconstruirse, que vivió el control nazi en la era de Hitler, que sufrió lo inimaginable al convertirse en delito cruzar la frontera de este muro sin un salvoconducto y que finalmente, el 9 de noviembre de ese año, todo terminaba y comenzaba la época del capitalismo, la tecnología informática, la reestructuración económica y la caída de la URSS con la Perestroika, implementada con decisión por el entonces presidente soviético y posterior Premio Nobel de la Paz Mijaíl Gorvachov.
Muchos cambios sociales en un país provienen de la inconformidad social e iniciativa de los jóvenes y en México podemos destacar el movimiento de 1968 que terminó con la matanza de Tlatelolco donde murieron alrededor de 200 personas, sin contar los desaparecidos, incluyendo a los de la Liga 23 de septiembre en Monterrey, Jalisco y D.F., además de aquellos levantamientos armados que ya comenzaban en Guerrero, pues en esos años no había otra forma de manifestación en contra del gobierno dictatorial de Gustavo Díaz Ordaz y Echeverría que a través de las armas, me comentó una vez Alberto Anaya, el líder nacional del Partido del Trabajo.
El más reciente caso que tiene consternado al país dando réplicas de inconformidad desde la ONU, el Vaticano y alrededor del mundo, es la desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa, Guerrero. Y de lo que sólo esperamos, la mayoría de los mexicanos, la peor de las noticias.
El Presidente Peña Nieto realiza un viaje por China y Australia mientras en México miles de manifestantes marchan en Chilpancingo, queman la puerta Mariana del Palacio Nacional, incendian el Congreso de Guerrero, casetas y autos en Chiapas.
Elena Poniatowska dijo recientemente: “¿Cuál es nuestro futuro en un país donde el Estado mata a sus estudiantes?”.
El caso de Ayotzinapan es un crimen que no debe quedar impune como los 49 niños de la Guardería ABC de Sonora, como los 52 muertos del Casino Royale en Monterrey, como los muertos de Tlatelolco, como los muertos de Aguas Blancas y La Coprera, ambos también en Guerrero. Alejandro Martí dijo un día “si no pueden, renuncien”. Pero no queremos que renuncien. Queremos el peso de la ley sobre los responsables de tantas masacres.
P.D. Sr. Murillo Karam: no tiene permiso de cansarse.