Una generación entera de aficionados encontrará su primer amor futbolero en el Mundial de Qatar 2022.
Chicos que apenas se interesan en el juego, que siguen a sus equipos en las ligas nacionales, sabrán que, en una justa internacional como la que está a la puerta, se reúnen jugadores de los que tenían noción únicamente en comentarios, y a los que tendrán oportunidad de ver, para dimensionar sus cualidades de crack.
Por ahí encontrarán en su máximo nivel la magia y el potencial de Lio Messi Cristiano Ronaldo, Kylian Mbappé, Neymar Jr., Robert Lewandowski, Manuel Neuer, Harry Kane. Tal vez recuerden que la brujería funcionó para reactivar al desahuciado Sadio Mané. Los niños mexicanos podrán descubrir maravillas en Irving Lozano, Alexis Vega, quizás Héctor Herrera, Guillermo Ochoa, a los que alguna vez vieron en la exitosa o decepcionante participación del conjunto nacional.
Dentro de algunos años, cuando su gusto por el balón se haya convertido en una irremediable adicción, como suele ocurrir, evocarán las hazañas de algún héroe inesperado que sorprenderá al mundo, como figura improbable de esta primera copa del mundo en territorio musulmán. Nadie sabía quién era el italiano Schillaci en 1990, hasta que entró de cambio al 75, en el primer juego de la Azzurra contra Austria y, tres minutos después, anotó el solitario gol del triunfo.
Todos los aficionados recordamos nuestro primer mundial que vivimos a plenitud. Tengo muy presente el de Alemania 74 que, a mis cinco años, hizo que definitivamente me contagiara de futbol.
Aunque hubo transmisión de partidos por TV en México, que no seguí con atención, en realidad lo que me fascinó de la justa fue la leyenda, la magia que había en el ambiente. El Tri se había quedado en la eliminatoria de Concacaf, y como el equipo nacional todavía no era competitivo, su ausencia en la cita futbolera parecía normal. De cualquier manera, había fiebre mundialista en el país. A los adultos les gustaba estrenar sus conocimientos de geopolítica, pues después de las olimpiadas del 68 y del mundial del 70, ya éramos parte del concierto global. En el mundial europeo, mi papá me explicó básicamente que había dos Alemanias, la Democrática, del este, cercana a Rusia, que no era amistosa, porque, en ese tiempo, todo lo tenía apariencia comunista, apestaba; y la Occidental, la buena, que estaba con la ONU. Era confuso el rollo, pero servía para hablar con propiedad de temas de actualidad, que leía en Selecciones Reader Digest que llevaba cada semana a casa. Daba categoría hablar de nombres inusuales, que terminaban con c, w, k. Surjak, Tomasewski, Benetti, Petcovic, entre otros, estrellas de sitios lejanos que no ubicábamos en el mapamundi.
Para ponernos en ambiente, papá llevó a casa tres posters que eran del tamaño de una doble hoja de carta. En aquellos años eran populares las imágenes de los equipos en formación, seis jugadores de pie y cinco acuclillados abajo, alguno de los jugadores empollando el balón. Dos de las fotos eran de las Alemanias, la verde comunista, irrelevante, y la blanca chida, la anfitriona, donde estaban los figurones que dominaban la escena mundial.
El otro poster era del seleccionado sensación, Holanda o Países Bajos, conocida con el misterioso nombre de Naranja Mecánica que, se decía, desarrollaba algo innovador conocido como futbol total. Cómo me fascinaba ese uniforme de camiseta naranja, única, con un león negro, como escudo y emblema de su federación.
En la habitación que compartíamos, mis hermanos colocaron con cinta adhesiva las tres imágenes en la pared, encima del televisor de bulbos que dominaba la estancia como un tótem de adoración, pues era un artículo de entretenimiento insuperable. La tele nos daba la oportunidad de ver en blanco y negro algunos juegos de equipos que representaban naciones de las que teníamos noción únicamente por los libros de historia, si es que habían participado en guerras importantes. Recuerdo muy bien que, mientras jugábamos con mis primos en casa de tío Lencho, a la vuelta de la nuestra, de fondo estaba sintonizado, en una tele, el encuentro de Zaire y Yugoslavia. De cuando en cuando escuchábamos gol, y gol y gol. Puse atención a los últimos minutos para darme cuenta de que el conjunto europeo estaba masacrando al africano, en juego que terminó 9-0, la mayor goleada mundialista hasta entonces.
Bien involucrados en la onda mundialista, por curiosidad seguía en el periódico las progresiones de la Copa de 16 naciones. Los cables noticiosos iban reseñando los juegos y presentaban nombres de específica pronunciación de futbolistas que, se decía, eran los reyes del balón. Me llamaba la atención uno de ellos en particular, Johan Cruyff. Era holandés el muchacho de cabello alaciado, que manejaba la pelota como si la llevara montado en un yate. Era rápido y no se detenía. Sus pases eran invariablemente precisos.
De la Alemania chida brillaba otro tipo de nombre Beckenbauer, El Kaiser, con cabello de rulos, que parecía un mariscal de campo en el centro de la cancha. Brasil tenía un bigotón peludo, Rivelino, que armaba en juego con una precisión divina. A Polonia lo comandaba un pelón rubio, que tenía el apellido sencillo de Lato, pero que también, parecía un motor de ataque en la cancha. Kempes, alto y con la greña volando, se destacaba en el ataque de Argentina.
A todos ellos los veía como seres sobrenaturales. Aunque eran veinteañeros, me parecían señores de cuerpos impresionantes. Me llamaba mucha su mirada de concentración extrema. Instalados en la cúspide mundial de su ocupación, transmitían seguridad personal, determinación, confianza en la potencia de sus piernas. Enfundados en el chaquetín de su selección proyectaban grandeza señorial.
Fueron ellos como estatuas de veneración. Con el paso de los años y en el transcurso de los mundiales venideros, nos sorprendieron otros nombres, que tuvieron trascendencias eternas. Están en el panteón Maradona, Keegan, Butragueño, Rossi, Zico, Francescoli, Stoichkov, Dasaev. Cada quien tiene su santoral. Los niños de esas copas seguramente los integran a las nóminas del once ideal personal, que aún conservan ahora. Los chavales que ahora sigan la justa qatarí también registrarán a sus héroes, que conservarán por siempre.
Cuando terminó aquel inolvidable Mundial y se coronó la Alemania chida, los muchachos de mi barrio, animados por la euforia de balón que recorría el mundo, organizaron un equipo y lo inscribieron en la Liga Municipal de Guadalupe. Al club no le pusieron Alemania, ni Holanda, ni Naranja Mecánica, denominaciones de moda que inundaron los torneos de la época. Irónicos y solidarios con el subdesarrollo, bautizaron a su equipo Zaire.