Todos los que alguna vez pasamos por el futbol en el llano vivimos, por lo menos una vez en nuestras carreras amateurs, la inolvidable experiencia de jugar en una cancha enlodada.
No se trata únicamente de la divertidísima aventura de terminar la batalla con la ropa cubierta completamente por el fango. Es algo más, muy parecido a lo que puede ser una experiencia surrealista onírica, que se queda, para siempre, en el álbum personal donde se guardan las estampas de los mejores días.
Es preciso aclarar que un partido en cancha convertida en zoquete es muy diferente y mucho más complicado que jugar bajo la lluvia. Cuando cae el aguacero a la mitad de un encuentro, surgen los charcos y el balón tiene que ser manejado mayormente por aire. Lo cuchareas donde estás y lo pateas hacia adelante, para que alguien lo encuentre en un rebote azaroso. Es muy divertido que se queda atrás, en una lagunita, cuando uno se enfila directo a la portería.
El juego pasado por agua es complicado, pero soportable.
Pero un duelo escenificado en un terreno enlodado, es imposible. Lo fascinante de esta experiencia es que ocurre, cuando ni siquiera debiera ser.
Pero un juego en el barro ocurre por una serie de factores que empiezan con el hecho de que el campo de juego no tenga pasto, es decir, como la enorme mayoría de las canchas de México. Es indispensable que la cancha sea popular, de caliche, de polvo, aplanado por el uso desordenado de la chiquillada. Cuando está el escenario dispuesto, se requiere el entusiasmo indeclinable del futbolista infantil que, cada sábado, quiere estar pateando la pelota con el equipo de la colonia. Los que crecimos jugando sentimos como un vicio ese impulso por saltar a la cancha para perseguir el balón. Durante una etapa de nuestras vidas sencillas de la dorada niñez, el partido del fin de semana es lo más importante en la existencia. Nada hay que supere la vehemencia de estar ahí. Por eso, el viernes por la noche uno se sumerge en el plácido sueño, en espera de despertar para ceñirse la casaca de la escuadra. Es realmente trascendente estar con la pandilla en ese momento mágico de inicio de partido.
Pero ocurre que a veces, un día antes del juego, llueve. Tláloc no entiende de entusiasmos y descarga sus lágrimas sobre nuestro terreno sagrado. Cuando llueve la noche previa al partido, uno va a la cama con angustia. No se sabe qué pasará al día siguiente.
Cuando el sábado amanece diluviando, no hay remedio. El juego se suspende. Pero si la tormenta escampó, hay una esperanza.
Entonces el futuro depende del árbitro, ese hombre de negro al que, como el Nazareno, se le culpa de todos los pecados. Los silbantes del futbol llanero son desidiosos e impredecibles. En mi caso, cuando era chaval, jugaba en las canchas de la Ciudad de los Niños, de Guadalupe. Las jornadas sabatinas y dominicales iniciaban muy temprano, a las 7 horas. En días soleados, normales, era frecuente que el árbitro faltara a ese primer encuentro. Cuando no llegaba el incumplido sancionador, los dos equipos se ponían de acuerdo para jugar una cáscara, sin puntos en disputa, para aprovechar la ocasión. Ya cuando llegaba, a las 8 o a las 9, en el segundo o tercer compromiso de la jornada, pedía las credenciales a los equipos del juego en turno y uno se daba cuenta de que apestaba a alcohol. Eso significaba que nuestro Señor Juez se había desvelado en alguna pachanga y no se encontraba en la mejor forma. Por eso había tomado un par de horas más de sueño.
Cuando llovía, como que los árbitros se sentían más proclives a enfiestarse y, a menudo, se abstenían de acudir al juego. Y ahí nos quedábamos los niños con el compromiso tirado, a un lado de la cancha parecida a un potrero. Sin embargo, de pronto uno se topaba con silbantes cumplidos, y ocurría la magia. Entiendo que el hombre de negro se presentaba no porque adorara a los niños, sino porque realmente tenía necesidad y requería colectar el dinero correspondiente a un juego pitado.
El teatro estaba intransitable. Pero como los niños queríamos jugar, el juez, sin mayor problema, lo permitía. Y empezaba el juego.
Estar en una cancha enlodada es una actividad deportiva que no se le parece a ninguna otra. Es imposible jugar y, sin embargo, jugábamos. En esas circunstancias, en menos de 30 segundos de rodada, el balón queda cubierto por una gruesa capa de lodo y pesa como una bola de presidiario. Los defensas tenían que batallar enormidades para despejar la pelota. No había forma de dar pases largos. Cuando estábamos pateando un bolo de tierra húmeda del tamaño de una pelota de playa, se paraban las acciones y había cambio de balón. Entraba uno limpio y el otro era rehabilitado en una de las bandas. Por ahí veíamos que uno de los chicos de la banca, con una rama le tenía que desprender los grumos de tierra húmeda.
Y así avanzábamos. Los niños no se cansan nunca y, por la bendita infancia, el fuelle nos daba para correr de ida y vuelta, cuando los tenis y tachones se nos ponían como zapatos de plataforma, con las suelas y los tacos cubiertos por una capa de diez centímetros de barro. Era imposible hacer estrategias del partido, combinar, dar pases filtrados, hacer pantallas. Lo único que valía era empujar la pelota como en un concurso de fortalezas y resistencia. A veces conseguíamos aproximar tanto la pelota a la meta contraria y, por milagro empujarla al gol. A veces el juego terminaba sin anotaciones. Nada importaba más que hacernos la ilusión de que, en esas carreras descontroladas detrás de un pedazo de zoquete, estábamos jugando futbol. Por supuesto que no había tiempo de compensación por los espacios muertos de cambio de esférica. El colegiado veía que se cumpliera el trámite para terminar el primer tiempo de 30 minutos y, cinco después, empezar el segundo, para culminar satisfactoriamente el tiempo reglamentario, sin agregar ni uno solo de gracia.
Pero la meta se había cumplido, la energía se desfogaba como si le hubieran abierto la compuerta a la represa. Uno ya descansaba y regresaba a casa todo hecho una piltrafa.
Al llegar a casa, mamá ya anticipaba mi llegada, así que me pedía que pasara al patio, que me quitara el uniforme enfangado y lo echara al talladero. Luego, en paños mínimos, ingresaba a la ducha para sacarme toda la mugre que colecté durante un glorioso sábado en el que, feliz, recorrí la cancha de futbol como si hubiera cruzado un pantano.