Cuando estás chavo, y te toca conocer a un personaje que admiras, te sientes impactado. El recuerdo no se olvida.
Me pasó con Héctor Benavides, El Arquitecto Benavides, como lo llamaba todo Monterrey.
En los tiempos en que trabajaba en el Extra! de la Tarde ya lo había visto caminando en la sala de Redacción, porque se echaba sus vueltas para entrevistarse con Jorge Villegas, director de El Diario de Monterrey, periódico hermano. Parecía político en campaña, saludando a todos. Incluso a mí, a quien conocía poco, también me daba la mano para hacerme un guiño y darme las buenas tardes. Lucía, desde entonces, lentes bifocales y el cabello canoso que lo distinguía, así como una afeitada al cero de perfección imposible pues jamás le vi un solo vello que le creciera en el bozo.
Tuve la oportunidad de acercarme a él, como camarada de trinchera, cuando coincidimos en esas noches bohemias en la casa de Luis Ángel Garza, entonces corresponsal de Proceso, quien vivía solo y que, además, era excelente anfitrión.
A las veladas de dominó le seguían reuniones en el jardín que se prolongaban hasta la madrugada. En varias de esas coincidí con el Arqui que me honraba, haciéndome sentir su colega. Él ya era una figura en la televisión local y yo apenas iniciaba, pero me daba un trato de iguales.
No incurro en ninguna indiscreción al decir que, en ese tiempo, finales de los 80, las reuniones eran de buena tomada. Estábamos jóvenes aún, éramos románticos del periodismo y además disfrutábamos de veladas gratísimas. Queríamos componer el mundo y en sueños, planes e ilusiones pasaban las horas.
Además, como bien dice la rima: periodista que no toma es como una flor sin aroma.
Benavides estaba permanentemente acompañado de su compadre Antonio Córdoba, que tenía una charla increíble. No es solo un tipo interesante si no que su voz es como un prodigio, como lo han constado generaciones de radioescuchas.
Décadas después, de aquellas guarapetas hablaba con el Arquitecto, cuando lo saludaba, y terminábamos riéndonos por las vigilias salvajes de tan buena memoria.
Periodistas
En el paso de los años pude interactuar con el Arquitecto, ya en plano de periodistas, y ya él retirado de los tragos.
Benavides era como un regiólogo. Sabía todo de Monterrey y había tenido contacto directo con los protagonistas de la historia de la ciudad en el último medio siglo. Y conocía, por supuesto, a los visitantes distinguidos, porque entrevistaba a las personalidades de la política, la farándula y, en general, los que dictaban tendencia en el mundo, que pasaban, como transeúntes, por esta capital.
Me dio una prueba de compañerismo reporteril y de amistad, en el 2002, cuando murió Alfonso Martínez Domínguez, ex gobernador de Nuevo León y polémico regente del Distrito Federal.
Había visto algunas entrevistas que El Arqui le hizo en Multimedios, cuando la empresa se llamaba Organización Estrellas de Oro, y conducía el espacio informativo Notioro. Le llamé para pedirle, si era posible, que me mostrara alguna de esas conversaciones que había tenido con el político.
Una hora después estaba con él en la Redacción de Milenio, porque me citó de inmediato. Su oficina era un sitio singular. No tenía lugar para sentar a las visitas. Todo estaba ocupado por libros, incluido el piso. Había que avanzar de la puerta hacia adentro como por un campo minado para no derribar los volúmenes apilados. En el escritorio había dejado un pequeño claro, donde podía redactar apuntes para el noticiero, porque alrededor había libros y más libros.
Estuvimos contemporizando sobre grillas locales, y luego me llevó a la sala de edición donde extrajo videocasetes antidiluvianos, formatos Tres Cuartos y Betacam, de décadas atrás, en los que había entrevistas con don Alfonso, como se le llamaba en la localidad.
Me llamó la atención que me mostrara generosamente las imágenes, movido únicamente por el entusiasmo reporteril que le provocaba el tema, y por solidaridad básica entre colegas. Entendí que Héctor era un tipo dispuesto a ayudar. Sus emisiones de los programas Ayuda y sus maratones de TV para pedir colaboración ciudadana en días de desastre eran iniciativas que le brotaban del corazón. Así como la gente lo conoció en público, también lo era en privado con quienes estaban a su alrededor.
Benavides conocía muy bien su lugar en la cultura local, como alguna vez me lo dijo. Aunque todos lo conocían como El Arqui, cuando se refería a sí mismo, en tercera persona, se llamaba Benavides. Me decía: “Debo ser prudente a los lugares donde voy, no vaya a ser que me encuentre a alguien tomado o bueno y sano, que no le guste lo que digo en la tele y diga: ´Mira, ahí está el cabrito de Benavides, deja le digo sus verdades’, y pues no hay necesidad”.
También me ayudó a difundir mis libros. Como era un tipo muy ocupado me canalizaban con su secretaria, Tania. A ella le di mis últimos trabajos editoriales que El Arquitecto me promocionaba en sus emisiones de Telediario.
Luego ya cuando me lo encontraba en persona, me decía que había recibido el libro y que un día de estos se sentaría a leerlos. A veces me lo encontraba en eventos periodísticos o en desayunos, y de lejos me saludaba con una sonrisa, y hacía la mímica de que estaba hojeando libros que, supongo, eran los míos.
Ya casi no lo vi este último año, aunque seguí con atención los comentarios de sus dolencias, hasta que fue anunciado su deceso el lunes 13 de noviembre pasado.
Nos veíamos poco, pero nos saludábamos con gusto. Siempre me hizo sentir cercano a él, pero era exactamente lo mismo que provocaba en todos, amigos íntimos u ocasionales. Benavides tuvo siempre esa cualidad de transmitirnos, a cada uno, en lo individual, esa cálida sensación de que formábamos parte de su primer círculo de afectos.
Este artículo apareció originalmente en el portal Ruta Familiar (rutafamiliar.com)