Maldito el arquero, el ángel de la muerte del futbol. Es la negación del juego mismo, el encargado de evitar el gol y de destruir la ilusión de jugadores y aficionados. A causa del portero se anula la razón de ser de un partido. Hemos asistido al ritual supremo de nuestra cita semanal con nuestro equipo, solo para ver que ese tipo, el único que viste diferente, tiene como misión silenciarnos, acallar el más bello de los coros que cantamos juntos, a una sola voz, cuando la redonda besa con encanto la maraña de hilos en el fondo de la portería. Qué perverso, ese villano que nos coloca la mordaza una y otra vez cada que se le antoja.
Odio al arquero diabólico, pero también lo bendigo, cuando tiene en el pecho el escudo de mi escuadra. Se ha convertido en mi salvador de tantas veladas. Le ha arrebatado la gloria a los contendientes y nos ha permitido levantar la copa una, y otra y otra vez, al evitar que los ejércitos enemigos horaden nuestra meta, poniendo el pecho a los obuses que le llegan a 120 km/h, jugándose la vida en cada una de esas salidas por aire en tiros de esquina, donde zagueros y atacantes riñen con palos y cuchillos para ganar el balón por lo alto.
Cuánto admiro la posición del legatario de Cancerbero. Desempeña la tarea más técnica de todas, la de procedimientos más precisos y de habilidades diferentes. Por esa precisión de movimientos es, tal vez, el que ocupa el puesto más longevo del balompié. Cualquiera pueda patear la pelota al arco pero, detenerla, realmente pocos. Y su accionar es doloroso. Los jugadores del cuadro se combinan la pelota, hacen regates, centran y rematan, plantados sobre los tacos. Pero el arquero en cada intervención a fondo tiene que zambullirse sobre el duro suelo, mediante un costalazo soberbio. Vuela, se sostiene en el aire, levita imitando a las aves. Su impulso, al interceptar la esférica, me remite a la autoinmolación, al lanzarse dramáticamente, en estampa poética, como el prócer se arroja sobre las llamas para salvar a su pueblo.
Es la última línea de defensa, depredador de la esférica, el último hombre que la pelota debe rebasar para que el gol sea cantado. Condenado a permanente arresto domiciliario, está obligado a permanecer en una cabaña, que debe resguardar con celo. Como escolta de lujo, debe cuidar la espalda a todos sus compañeros, que mayormente lo ignoran, ocupados en asediar el arco del maldito guardameta que está en el otro extremo y que tercamente se niega a aceptar que la bola entre por la puerta. Lo peor es que se le reconoce poco, o mucho menos que sus otros compañeros, los adelantados, que se lucen como estrellitas, haciendo vitoreados por sus aciertos, porque nada viste más que marcar.
Y tiene la obligación imperiosa de ser infalible. Es el único que tiene prohibido equivocarse. El delantero es objeto de halagos y zalamerías, pese a que tiene éxito en una de cada diez veces que intenta el objetivo. Pero el arquero no puede errar, porque si se hunde, jala a todos al abismo, no solo a sus coequiperos, sino también al cuerpo técnico y, en ocasiones, a toda la institución. El certificado de defunción señala como el 7 de abril del 2000 el día en que falleció Moacir Barbosa Nascimento aunque, en realidad, su primera muerte ocurrió medio siglo atrás, el 16 de julio de 1950, cuando bajo los palos blancos recibió aquellos dos goles de Uruguay, con los que Brasil perdió la copa del mundo jugada en casa. El país lo desterró, culpándolo de la catástrofe. Luis Miguel Arconada, el mejor guardavalla de España, es recordado por aquella pifia garrafal en la final de la Euro 84, ante Francia, cuando, a tiro libre de Platini, hizo el puente trágico. Pero la evocación infame, como una mancha en el límpido delantal, cuando de él se hace mención, es de esa trucha que se le escapó por un costado.
Entre el odio y la veneración he aprendido a seguir con atención las actuaciones de los arqueros en cada partido, porque nada hay más espectacular que un vuelo magnífico, de esos que nos regaló a montones Miguel Marín, el mejor de todos los que han pisado las canchas de México.
(Esta entrega va dedicada a Ricardo Rosales Dávila, americanista hasta el fin, que amó el fútbol como ninguno).