Desde hace tiempo me ha estado rondando por la cabeza un idea sobre los recientes procesos electorales en México: “En el 2006 ganó el miedo, en el 2012 ganó la hueva y en este 2018 ganará el odio”.
Aunque la frase creo que se explica sola, van un poco de detalles.
Para nadie es un secreto que en el 2006 Andrés Manuel López Obrador cabalgaba seguro a la presidencia de México, no obstante los ataques y guerra de lodo que libraba en su contra el PAN, desde la presidencia de México.
Sin embargo, todos los esfuerzos de Vicente Fox y su equipo por descarrilar a López Obrador (¿recuerdan el fiasco del desafuero?), sólo lograron fortalecer al tabasqueño, quien se confió.
Debió llegar un español para armar la ahora infame campaña de “un peligro para México”, misma que se fue nutriendo con una larga cadena de errores de López Obrador (“cállate chachalaca”, “al diablo las instituciones” y no haber ido al debate, entre muchas otras cosas), para ir reduciendo la brecha de las preferencias electorales.
La campaña funcionó, la gente compró el discurso de que López Obrador era un peligro y Felipe Calderón se convirtió presidente por el más estrecho margen que se ha registrado en una elección presidencial.
En el 2012 era hora de que el PRI regresara a Los Pinos y, años antes de la elección, los grupos del poder usaron a las televisoras para fortalecer a un candidato joven, guapetón, simpático y bastante tonto, por cierto.
Gracias al bombardeo mediático, Enrique Peña Nieto se impuso como el favorito de los mexicanos, y quienes deseaban un cambio en el país simplemente sintieron flojera por salir a votar y se resignaron ante el poder manipulador de los grandes medios de comunicación.
Seis años después las cosas han cambiado. La gente se dió cuenta que no puede confiar en las televisoras y las redes sociales se han convertido -para bien y para mal- en el foro donde todos escuchan y divulgan sus posiciones políticas.
Esta libertad ha cultivado un sentimiento de coraje hacia los partidos y los políticos tradicionales, quienes hoy son vistos como un grupo de deshonestos que sólo se preocupan por sus propios intereses y roban a manos llenas.
Poco a poco el coraje fue mutando en un verdadero y legítimo odio contra todo lo que represente gobierno, instituciones, políticos tradicionales.
Este odio hacia el PRI, PAN y hasta algunos independientes, es el combustible que mantiene andando la locomotora de Morena, que tiene a López Obrador como su único conductor y marcha imponente hasta la silla presidencial.
Si las cosas no cambian (se ve difícil que sea así), la tercera será la vencida para el de Macuspana, quien llegará a la presidencia impulsado por el mismo fenómeno que ahora tiene a Donald Trump en la Casa Blanca.
El chiste es ver qué va a hacer López Obrador con este odio, porque después de todo, este sentimiento también puede ser encauzado para mover las cosas y construir un nuevo modelo de país.
Muchos anti Peje auguran que en caso de ganar, el tabasqueño va a destruir al país, sin embargo parece que no quieren entender que no es López Obrador quien desea echar abajo las instituciones, son los millones de mexicanos que están hartos de cómo se han hecho las cosas y -un servidor incluido- quieren aventar un cartucho de dinamita al Palacio Nacional y ver volar todo por los aires (en sentido figurado, por supuesto).
Siendo optimista, porque no queda otra más que serlo, para reconstruir una casa tan dañada como está México es necesario tumbarla primero.
El chiste es que todos nos unamos para levantar los muros, pintar las paredes y colocar las puertas a esta nueva estructura que llamamos país.
¿El odio podrá sacarnos de nuestras casas para ponernos a trabajar?
Habrá que ver.