
Tengo la fortuna de que no soy un vicioso del juego en los casinos (ludópata), y las pocas veces que he entrado a uno de esos negocios es, también, en las pocas ocasiones que he ido a Las Vegas. Vaya, no puedo arriesgar –o confiarle a la suerte o a la buena fortuna– lo poco que tengo.
Días después de los trágicos hechos en el Casino Royale de Monterrey, por pura curiosidad periodística entré a un Playcity, esas casas de juego y apuestas que se abrieron gracias a la benevolencia del ex secretario de Gobernación en el foxismo, Santiago Creel Miranda, que algo le debía a Eugenio Azcárraga Jean.
Como todo un inexperto en la materia llegué al segundo piso de la Plaza Real que se ubica sobre avenida Gonzalitos, subí por las escaleras eléctricas y quise entrar como “Pedro por su casa” al mentado casino. Creí que los guardias me dejarían pasar sólo con verme con cara de querer perder mi dinero.
Pero no fue así, tuve que dejar mis llaves y mis teléfonos en una vasija de plástico antes de pasar por un detector de metales. Sabrá Dios si ese aparato estaba desde antes o fue instalado a raíz de la muerte de las 52 personas en el Royale.
Al menos los dueños del Playcity habían tomado sus propias medias de seguridad, para evitar una nueva barbarie en la zona metropolitana de Monterrey.
Dentro del local había los clientes de costumbre, la mayoría mujeres de todas las edades, pero si alguien me llamó la atención fue una mayor de 50 años, quien entre las máquinas traga-monedas llevaba de la mano a una menor con Síndrome Down.
Las preguntas que se me vinieron a la mente fueron: ¿y si se incendiara el Playcity, cuál iba a ser la suerte de la menor de edad?, ¿por qué los guardias no impiden a las ludópatas que entren con personas que no pueden valerse por sí mismas?
Las autoridades federales, de cualquier nivel, no solamente deben cerrar aquellos casinos que abrieron sin permisos, y sancionar a los que no cumplan con medidas de seguridad como tener rutas y salidas de evacuación visibles y abiertas.
Deberán ser mas estrictos para evitar que la gente enferma de ludopatía lleve menores de edad, discapacitados y personas de la tercera edad… reservarse el derecho de admisión.
Durante mi vida he vivido sin necesidad de los casinos, pero escucho cada historia de personas que no solamente han perdido fortunas, sino que han puesto en riesgo chicos, medianos y grandes patrimonios.
Un amigo me contó que en el Royale murieron tres conocidos suyos, verdaderos jugadores sin freno, viajeros frecuentes a Las Vegas. Uno de ellos médico de profesión.
Por él supe que la esposa de otro de sus amigos dejaban a sus hijos en edad de primaria en los cines luego de recogerlos del colegio donde estudiaban. Para no hacerles de comer les compraba “combos” de hot dogs, refresco y palomitas y les daba dinero par ver una o dos películas. Salían de una sala y entraban a otra.
Cuando ya era hora de regresar a la casa, la madre de familia inventaba que su mamá -la abuela de sus hijos- estaba enferma y que tenía que ir a verla. Pero apenas encendía pasaba por una vecina y llegaban de nuevo al casino de sus preferencias.
Así pasaron los meses y los años. Y una vez que el dinero empezó a escasear en el hogar, las deudas a aumentar y la situación matrimonial a empeorar, un día el esposo se armó de valor y devolvió a su esposa a sus padres. La relación terminó y los hijos, sin dudarlo, decidieron vivir con su papá.
Por amigos apostadores, desde una partido de pokar a un partido de lunes por la noche de futbol americano de Estados Unidos, el ludópata nunca cuenta cuando pierde, sólo cuando gana. Por eso es común escuchar que alguien que volvió de Las Vegas dice que ganó 300, 400, mil, dos mil dólares, pero jamás lo contrario.
Otra historia que escuché se refería a un esposo que no sabía que su mujer casi vivía en los casinos cuando él estaba trabajando, hasta que un día tocaron a la puerta de su casa en Monterrey y preguntó a quién buscaban.
“Venimos a buscar a la señora fulana de tal”, respondió una voz masculina con un tono intimidatorio.
Cuando abrió la puerta al confirmar que se trataba de su esposa, dos hombres corpulentos y mal encarados le exigieron el pago de cientos de miles de pesos que su esposa debía a un acreedor.
El sorprendido marido, hasta ese momento, desconocía que su adorada mujer estaba enviciada por el juego en los casinos. Y la historia tuvo un final infeliz. v
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