Aún es de noche y un cierto viento fresco acaricia el cuerpo. Nada comparado con la temperatura gélida de la última vez.
Estamos listos para arrancar el Maratón de Houston, es la tercera vez que estoy aquí, la número 13 que me encuentro en una línea de salida en un carrera de esta magnitud. Arrancaremos a algo así como a 12 grados centígrados.
¿Cuánto puede cambiar una persona a lo largo de estos 42 kilómetros y sus 195 metros?
¿Cuánto puede cambiar una persona a lo largo de 13 maratones?
¿Qué valores moldea el desafío llamado maratón en una persona?
Intento formarme en la fila para entrar en alguno de los baños portátiles que existen. No lo hago porque la hora de salida de acerca y no quiero perder tiempo.
Finalmente lo hago en otro de los baños que están disponibles junto antes de ingresar a la trayecto, a través del Corral B.
El último maratón, el Maratón Powerade Monterrey, me dio una gran lección, muy fresca la tengo, como el viento que sigue recorriendo mi cuerpo antes de arrancar esta nueva aventura.
Apenas un mes antes, el 11 de diciembre pasado, me dejé intimidar de más por el enorme y sabio don Maratón.
Aquella vez la mente recuerdo una mala pasada, el miedo no me ha permitido controlar un ritmo constante, como lo he hecho en las últimas ediciones, influido por distintos acontecimientos personales de las últimas fechas.
El coctel, que incluye la temperatura cercana a los 17 grados con la que empezó el recorrido, el desafío de los pasos a desnivel y mi propio diálogo interior, ha empequeñecido mi confianza.
Pero esta vez en Houston es distinto. Me dejo guiar por mi yo positivo, y doy entrada a las voces de personas que me han ayudado a crecer a lo largo de 13 maratones.
Las instrucciones de mi entrenador Tomás Castañeda, cuyo programa me ha llevado hasta aquí, y quien me ha regañado la última vez por no tener la confianza de correr a un ritmo constante.
También recuerdo los consejos del sabio editorialista de El Norte, Rubén Romero, de correr con parciales negativos, por lo que procuraré no volverme loco en la primera parte.
A mi amiga Brenda Rodríguez, quien me ha dicho que el 3:50 de Monterrey sólo ha sido un tropezón por el momento anímico que atravesaba.
Y recientemente, de Miguel Mancilla, maratonista compañero de Castañeda Runners, quien me ha instado a mantener el control mental durante la carrera, y me ha dicho que estoy para 3:28, que crea firmemente en ese número.
De pronto me cae el 20 para el maratón, y para la vida: Debo visualizar todo el recorrido con tranquilidad, en su justa dimensión, no como una losa pesada, sino como algo manejable. Relativizar los problemas, como dice Toy Nadal, el entrenador de Rafael Nadal.
De esa manera trazo un plan: A ritmo de 5:15 los primeros cinco kilómetros, y después entre un margen de 4:55 y 5:05, el resto hasta el kilómetro 32. A partir de ahí cerrar, en busca de alcanzar mi RP de 3:28.
El plan resulta casi perfecto hasta el kilómetro 32, salvo el primer kilómetro, que se me va 5:35 aproximadamente. Trato de alejar de mi mente pensamientos negativos, hace tiempo que he empezado a darme cuenta de que, igual que en el día a día, nos es la cantidad de pensamientos lo que quita o te da energía, sino la calidad.
La frecuencia cardíaca muy abajo, incluso en algún momento a 100 pulsaciones por minuto. Llego al 32, me siento fuerte, y hasta cierta adrenalina se apodera de mí.
Intento cerrar a la 4:00, pero el esfuerzo no me da, y me conformo con mantener hasta la línea de meta del ritmo de 5:00, los últimos dos kilómetros, incluso los palomeo a ritmo de 5:30.
Dos indicadores me dicen que algunos temores se han alejado, no me han dado ganas de ir baño ni una sola vez en todo el maratón, y la ingesta de agua ha sido de manera moderada. Significa un mayor control sobre mi organismo.
Cruzo la meta en 3:35:48. Me quedan alguna preguntas.
¿Por qué no logré cerrar más fuerte?
¿Ha afectado en el aspecto físico llegar manejando apenas una noche antes a Houston?
Aún no tengo las respuestas, pero de una cosa estoy seguro: tras 13 maratones, le he ido perdiendo el miedo al monstruo, para considerarlo algo así como un amigo, un viejo sabio, a veces gruñón, que me enseña de tener más entereza ante las adversidades de la vida.