Le han llovido críticas al PRI por revivir su liturgia del “destape” y su consiguiente “besamanos”, que parecían haber muerto con el siglo pasado. Le han tupido hasta por debajo de la lengua por volver a las andadas con el “dedazo” presidencial. Le siguen reclamando su falta de democracia interna por ignorar a sus militantes a la hora de elegir a su candidato presidencial, José Antonio Meade. Le sobran reclamos por echarse en brazos de los grupos empresariales que desean más de lo mismo de Enrique Peña Nieto, y aplauden la continuidad de las reformas estructurales. Le hacen bullying por tratar de seguir imponiendo el neoliberalismo económico a México, a pesar de la rampante pobreza de más de 60 millones de personas que no ven una luz al final del túnel.
Sin embargo, los denuestos y vómitos contra el PRI le hacen los mandados porque este instituto político está en su derecho de comportarse como le dé la gana ante sus partidarios y de elegir la fórmula que más se le acomode para presentar a su candidato presidencial con el que competirá en el 2018. Son cosas del PRI que sólo atañen a los del PRI, y punto. Igual como ocurre con el caudillismo que atosiga a MORENA con el autoproclamado abanderado de los pobres, Andrés Manuel López Obrador. Nos guste o no nos guste, es asunto de los “morenos” aceptar o rechazar el proceder del dueño absoluto de tal partido político. Y lo mismo puede decirse del Frente Ciudadano formado por el PAN, el PRD y Movimiento Ciudadano.
Se puede externar cuanto punto de vista le nazca a cualquiera que se ocupa del análisis del proceso electoral de julio de 2018. Cada quien está en su derecho de ver lo que quiera ver y opinar lo que quiera opinar de cada partido. Lo permite la libertad de expresión y es muy sano el debate sobre éste y otros temas de nuestros comicios. Pero lo innegable es que todo queda en el juicio individual de los analistas, porque los verdaderos interesados o afectados son los que le apuestan a tal o cual sigla o colores y a ellos compete hacer lo conducente para reforzar o corregir el manejo interno y el proceder de sus dirigentes. A los demás, ellos nos podrían decir con toda desfachatez: “A ti qué te importa”. Y nuestra respuesta podría ser únicamente que tratamos de orientar a las masas y alertar de sus fallas a quienes componen la llamada opinión pública.
La razón es que antes sí se justificaba gritarle al PRI -por ejemplo- que ya nos tiene harta la corrupción o la tecnocracia y que su candidato no sabe transitar por otra vía. Pero se justificaba porque dentro del sistema dictatorial en que vivíamos se daba por hecho con antelación que sería ungido presidente, por las buenas o por las malas. Y, obviamente, lo que haga o deje de hacer el presidente de la república nos afecta a todos. Hoy, en cambio, el PRI no tiene seguro el triunfo. Debe competir en un escenario parejo y ha de convencer, en un juego limpio, de sus argumentos para sumar la mayoría de votos. Tampoco es seguro que López Obrador tenga plena aceptación en las urnas, y a la hora de la hora al del PAN, PRD, Frente Ciudadano o a un independiente le puede ocurrir de todo. Así es la democracia, si es que se le deja funcionar a plenitud.
Por tanto, a los espectadores externos nos debe tener sin preocupación el proceso de selección interna del PRI. Las cosas del PRI con cosas del PRI. Y si ya sabemos que nunca va a cambiar, lo único que ha de hacernos reaccionar es que sus rituales, sus mañas, su ancestral corrupción y su compadrazgo para gobernar no sigan dañando a México ni se vuelvan algo común. Que no gane el 1 de julio de 2018. Que la gente entienda cómo es por dentro y que sus entrañas están podridas, para que no vote por ese partido. Aunque los que simpatizan con él y los que reciben beneficios o fajos de dinero de él, también lleven agua a su molino y quieran que se perpetúe en el poder presidencial. Cada quien su convicción e intereses. Es todo.