Recientemente le hice una pregunta a Dios y me contestó.
Bueno, la deidad de la que les estoy hablando no es la que se imaginan. Se trata de Juan Villoro, un escritor mexicano que tiene muy bien ganado su lugar en el Olimpo de las letras nacionales.
Villoro acudió como invitado a un programa semanal que conduce en las redes sociales mi escritor favorito de todos los tiempos y del mundo mundial: Paco Ignacio Taibo II, quien actualmente funge –con grandes resultados, por cierto-, como director del Fondo de Cultura Económica.
La idea era hablar de futbol, un tema que Villoro no solo conoce a la perfección, analiza a niveles artísticos.
Para mi sorpresa el maestro Taibo II no se vio tan perdido en este mundo. No es un erudito ni nada por el estilo, pero se declaró Puma y al menos sabe de lo que está hablando.
Ver a estos dos grandes escritores hablar del juego del hombre, como lo bautizó Ángel Fernández, me resultó genial. Especialmente porque es una patada en los huevos a todos esos “sobacos ilustrados” (por aquello que van de café en café con un libro -que nunca leen-, bajo el brazo), despreciando al balompié acusándolo de ser “el opio del pueblo”, “un juego de castas menores”, “el entretenimiento de los idiotas”.
¿Cuántas veces no hemos visto a esos narices respingadas minimizar un Campeonato del Mundo, una final de liga o un clásico nacional con aquello de que tienen cosas más importantes en qué dedicar su tiempo?
Si dos glorias de las letras nacionales como Taibo II y Villoro se declaran fanáticos del deporte de las patadas, ¿qué argumento le dejas a estos pobres guanabi?
La conversación es épica no solo porque recuerdan grandes hazañas futboleras, sino que intentan explicar por qué es posible tenerle tanto amor a unos colores y una casaca portada por once hombres que, en muchas ocasiones, no hacen llorar peor que una mujer.
Amar un equipo es un uno de los actos más incomprensibles e insensatos del mundo, sin embargo es también uno de los más sinceros.
Mi gusto por el juego llegó por los ojos y no por los pies. Debo reconocer que desde niño era un troncazo incapaz de realizar el más sencillo de los regates. Tuve un paso por la portería decente, pero nada que valga la pena recordar.
Mucho se ha escrito de por qué uno le va al equipo a quien le va. Mi afición al Santos Laguna vino de ser originario de Torreón y haber tenido la suerte de ver jugar a leyendas como Jared Borgetti y el “Pony” Ruiz, la pareja más letal que haya pisado una cancha en este país.
Como sucede con los viejos matrimonios, mi relación con el futbol ha pasado por muchas etapas.
Estuvo la de la pasión, cuando no hacía otra cosa que pensar en el juego del domingo, contando los minutos para ver a mis Guerreros saltar a la cancha para apoyarlos con todo mi ímpetu, sin importar que los estaba viendo por la pantalla de una televisión, a cientos de kilómetros de distancia.
Eran los tiempos cuando los goles eran orgasmos y las derrotas dolían más que un puñal en el corazón.
Pasaron los años y la relación llegó a una madurez que luego se volvió indiferencia.
En ese entonces mi vida se llenó de otras aficiones y el futbol, aunque ahí estaba, ya no me hacía vibrar como antes.
Podría decirse que llegó a aburrirme, así como algunos se aburren de besar los mismos labios, acariciar la misma piel y oler el mismo perfume durante muchos años.
Por un tiempo creí que el divorcio era inminente. Pero no se dio, algo me hizo quedarme.
Hoy quiero al futbol de una manera muy similar a la que se quieren dos personas que tienen más de 30 años juntas y eso me parece maravilloso.
A veces un partido logra captar mi atención y un gol acelera mi corazón como hace muchas décadas no sucedía.
Ahora más que nunca, aprecio la belleza del juego y las reacciones que provoca en muchas personas.
Me llaman mucho la atención los slogan de batalla de las barras, esos siniestros grupos de animación quienes a veces pueden acuñar frases tan estúpidas como “ladrón de mi cerebro” o tan hermosas como aquella de “¿cómo no te voy a querer?”.
Esa es, precisamente, la que puede resumir mi relación con el juego. Pues han pasado años, jugadores, triunfos y derrotas y siempre el balompié ha logrado mantener mi afecto.
Sí, me ha roto el corazón muchas veces, pero siempre lo perdono.
Y por cierto, mi pregunta a Villoro fue: ¿Cuál es el mejor cuento y la mejor novela de futbol que se haya escrito?
Me contestó que el mejor cuento es “El penalti más largo del mundo” de Osvaldo Soriano, que ya leí y debo reconocer que me encantó.
La mejor novela, según Villoro, es “Soñé que la nieve ardía” de Antonio Skármeta, que estoy a un paso de encontrar.
Ahí luego les cuento qué me pareció pues, si me disculpan, me tengo que retirar, están pasando en la tele el Pumas-Puebla.
[email protected]