Ya sé que voy a sonar muy sangrón, pero es verdad: hace mucho tiempo que he dejado de ver televisión.
Mis horas de ocio las distribuyo entre Netflix y las películas y series que puedo descargar de Internet por medio de plataformas que, digamos, es mejor que dejemos sin mencionar.
Sin embargo, en ocasiones me he topado con algunos programas en la tele abierta y es ahí cuando, desde hace años, me encuentro con uno de los géneros que me resultan más vomitivos: el de las narcoseries.
Desde su aparición, hace algunos años, este tipo de melodramas me parecen lo más asqueroso que se puede producir.
Es cierto, son muy populares, lo que no quiere decir que sean buenas.
Y también sé que Netflix ha sido invadido por este tipo de historias con resultados bastante exitosos para la plataforma y quienes las producen.
Mi problema con estas series no tiene nada que ver con la calidad con la que son producidas o el nivel de sus actores.
Lo que no me gusta de las narcoseries es que glorifican una actividad que se ha convertido en el calvario de muchos mexicanos.
En estos melodramas se plasma al traficante como un tipo guapo, exitoso, valiente, varonil, irresistible… lo que siempre me ha botado de la risa porque ¿qué delincuente -de los reales, de los que viven en Tamaulipas y Nuevo León- se parece aunque sea tantito a Rafael Amaya? ¿qué buchona se parece a Kate del Castillo o a Ludwika Paleta?
No nos engañemos, el éxito de estos melodramas reside en el hecho de que son aspiracionales para un cierto grupo de la población, que anhela tener la vida y las emociones de los protagonistas de estos culebrones.
Con el paso de los años el éxito de estas producciones, realizadas la mayor parte de las veces en Estados Unidos, ha ido cimentando la narco cultura donde se cree que para poder salir adelante hay que traficar con enervantes.
El problema es que cada vez son más las personas que, debido a esta cultura, piensan que los delincuentes son los buenos de la historia y por ello debemos de copiar su ejemplo para alcanzar el éxito en la vida.
Al creer esto, de inmediato anulamos a los verdaderos héroes de este país, a las personas que trabajan duro y honestamente para salir adelante, quienes pueden ver con tranquilidad los ojos de sus hijos pues saben que el plato de comida que llevan a su mesa fue adquirido con medios lícitos.
Estas son las historias que deberíamos de reconocer.
Estos héroes, quienes rechazan la violencia, se alejan de los vicios, educan con valores a sus hijos, son los ejemplos que debemos de seguir en este país.
Hace tiempo me topé con la historia de uno de estos héroes: Óscar Vázquez Hernández, un joven policía quien hace 31 años dio su vida intentando salvar la vida de un grupo de personas que quedaron atrapados en un autobús varado en el lecho del río Santa Catarina, durante el paso del huracán “Gilberto”.
Su historia permaneció en el olvido durante tres décadas. A nadie le importó recoger el testimonio de quienes lo conocieron y entienden perfectamente por qué decidió jugarse la vida intentando salvar a personas a las que ni siquiera conocía.
El sacrificio de Óscar es el ejemplo perfecto del tipo de historias que tenemos que comenzar a contar en este país.
Afortunadamente, tuve la oportunidad de hacerlo con el documental Un Héroe Olvidado (disponible en Youtube) y, con ello, agradecer un poco el sacrificio de este buen policía.
Óscar es un héroe de verdad, mientras que el Señor de los Cielos es un personaje mal escrito en un melodrama bastante chafo.
¿A quién vamos a seguir?
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