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Hace años se subió a Internet una falsa averiguación previa penal donde se me acusaba de acoso sexual en contra de alumnas universitarias. El trabajo para manipular el documento estaba tan bien hecho en computadora que hubo quienes, aun conociéndome, creyeron su autenticidad cuando empezó a circular.
Acepto que cuando lo recibí primero me molestó, pero sobre todo me preocupó el qué iban a pensar aquellas personas cercanas, en especial mi hija que era mencionada y quien -según un texto que acompañaba el papel judicial-: “Estaba llena de vergüenza de su papá”.
Tan falsa era la averiguación penal que quise reportar “esa travesura” a Google para que “lo tumbara” del ciberespacio, pero decidí dejarlo a la vista del público para cuando un interesado en saber quién soy, escribiera mi nombre en el buscador más utilizado en el mundo.
¿Por qué desaparecer esa monumental mentira? ¿Quise dejarla a la vista para demostrar cuánto daño se puede hacer a una persona, aclarando, a mí no?, me pregunté en su tiempo y hasta la fecha no me arrepiento de mi decisión.
Quienes me conocen saben que tengo muchos defectos, menos ser un depravado o acosador aprovechando mi posición de catedrático universitario. Pero acepto que algo parecido puede sembrar la duda en la opinión pública y, peor, llegar a destruir una trayectoria profesional.
En lo personal no conozco al escritor Felipe Montes, catedrático del Tecnológico de Monterrey, quien fue colocado en el ojo del huracán tras la acusación desde el anonimato de una alumna que hace mención a esas prácticas que suceden en instituciones privadas y públicas de México, y en cualquier país del mundo.
Ni defiendo a Montes ni me uno a ese linchamiento tan irresponsable, repito, porque desde el anonimato puedo escribir en un blog quién ordenó matar a John F. Kennedy y a Luis Donaldo Colosio. Como desde el anonimato -y puedo sospechar quién lo hizo-, subió a Internet ese falso documento judicial.
Ser maestro no es vender fruta en la esquina de Zaragoza y Morelos. Primero, porque el catedrático se expone a la crítica de sus alumnos desde el primer día de clase: que si es bueno o malo para dar la materia; que si se viste conforme a su edad o como “ruco-joven”; que si ha trabajado en los medios de comunicación como para dar una clase de periodismo, como es mi caso.
Segundo, el mentor en estos tiempos debe pensar más de dos veces antes de decir en clase un punto de vista personal que pudiera malinterpretarse y ser grabado por un celular. Y, si alguien quiere hacer más destructivo el asunto, puede editarlo a su conveniencia y subirlo a las redes sociales.
Tercero. Alumnos o alumnas pueden odiar a un maestro simplemente porque las reprobó por bajo rendimiento, pues se toparon con un catedrático exigente, incorruptible y para acreditar su materia tienen que aplicarse todo el semestre para salir bien en los exámenes, asistir a clases y presentar sus trabajos.
Hay alumnos que están acostumbrados a maestros que no van a las aulas y quieren quedar bien con ellos, aprobándolos y pasándolos semestre tras semestre para cubrir sus propias fallas. Entonces los catedráticos exigentes serán ogros y terminarán odiados por algunos. Claro, eso es una realidad.
Aquí viene lo grave. Existe una plataforma donde desde el anonimato alumnos o alumnas tomarán venganza porque tal o cual maestro “que me cae gordo”, “me caga” -palabra de moda entre los jóvenes- supuestamente los reprobó “injustamente” y los mandó a segunda oportunidad.
Y como Internet y las redes sociales se han convertido, desde mi personal punto de vista, en drenajes, cloacas o fosas sépticas donde circula excremento, entonces escribirán falsas afirmaciones como las siguientes: “me miraba las piernas”, “no me quitaba el ojo de encima”, “me ofreció raid en la noche”, “me puso la mano en el hombro, pero quería algo más” o “me invitó a cenar después de la clase”.
Hace unos años tuve un caso de una alumna que pasó mi materia con una calificación cercana al 85, pero necesitaba arriba de 90 para mantener su paso rumbo a la excelencia académica. Y cuando se enteró de la mala noticia lloró, se tiró al piso y me pidió rectificar, pero le contesté que no cambiaría mi evaluación.
“Puede usted ir a la dirección de la Facultad y pedir que modifiquen mi calificación. Yo no lo haré. Dese de brincos que pasó mi materia, pero no merecía el 90 o más que me pide”, le respondí firme sobre mi decisión tomada.
La verdad no recuerdo su nombre y ojalá sea una profesionista exitosa. Y estoy completamente seguro, y puedo entenderla en ese momento y con el paso de los años, que terminó odiándome y jamás olvidará que fui factor para que perdiera la excelencia académica.
¿Entonces estaría en su derecho de querer tomar revancha y subir una foto mía a la plataforma antiacoso y escribir un texto falso como la averiguación penal que alguien me inventó en el anonimato, sólo por divertirse y dar show? Qué grave situación.
Pero son los nuevos tiempos que vivimos donde el Internet y las redes sociales -si bien han servido de nuevos medios para denunciar y videograbar abusos autoritarios y exponer in fraganti a políticos ante la opinión pública-, también pueden ser vehículos para enlodar o destruir trayectorias con falsedades.
En el salón de clases tengo como alumnos a una pareja del mismo sexo que, no sé si porque me impongo como maestro, por pánico escénico o por tímidos, prefieren no leer una tarea frente a sus compañeros.
Pero cuando les toca hacerlo, y para darles seguridad, pongo mi mano sobre su hombro derecho para que tomen confianza en la lectura, como cuando demuestras aprecio a un buen amigo. Otras veces, al salir a las nueve de la noche, les digo en voz alta a todos: “¿voy al centro, quiénes quieren un raid?”, como pasó el jueves 9 pasado cuando llovía, hacía frío y se subieron cuatro.
¿Dejaré de darles la confianza a Alan y Francisco Javier -a quienes respeto- porque mi actitud pudiera ser considerada acoso, como lo hago con otros alumnos hombres, nunca con mujeres? Y aclaro que no soy gay y, si lo fuera, jamás me avergonzaría en aceptarlo.
¿Nunca más ofreceré aventón como en su momento algunos de mis maestros nos lo daban?, son mis dudas ante este feroz linchamiento contra Felipe Montes y otros maestros de la UANL que, irresponsablemente, hasta sus fotos subieron a Internet y circulan en las redes sociales, sin pruebas, sólo en el gravísimo anonimato.
Ante esta polémica y donde injusta y falsamente se afirma que “en la UANL el acoso se da más que en las universidades privadas”, un catedrático aclaró: “Pueden nacer relaciones entre alumnas y maestros, como de alumnos y maestras, donde hay una atracción física, un ‘click’ y empieza una relación entre dos personas mayores de edad.
“Pero condenable y acoso es cuando el maestro o maestra usa y abusa de su jerarquía para presionar a un alumna o alumno -peor si es menor de edad- a sostener relaciones sexuales con la amenaza de que, si no acepta, será reprobada o reprobado”, afirma y le doy la razón.
Hay un caso de moda de que en las aulas puede nacer el amor entre dos personas con 25 años de diferencia en edad: el presidente de Francia Emmanuel Macron y su esposa Brigitte Trogneoux. Cuando empezó su relación él era estudiante, tenía 15 años y ella su maestra de 40.
¿A la fecha importará a los franceses si hubo o no acoso de una maestra mayor de edad hacia su alumno casi niño? O al revés: ¿de un estudiante acosando a su maestra adulta del colegio?
Y habrá quien resuma a la ligera: “Es que en Francia son más amorosos…”.
twitter: @hhjimenez