No voy a negarlo, disfruto mucho del alcohol.
Sé perfectamente que su abuso provoca múltiples problemas y sinsabores, muchos de los cuales me tocó sufrir muy de cerca; sin embargo, en un ejercicio de honestidad, acepto que gozo mucho la cerveza, el mezcal y más recientemente el whisky.
Tampoco voy a echar mentiras. Sé lo que es ponerse hasta las manitas porque, de verdad, no voy a salir con eso de que “soy solo de un par cervecitas para disfrutar”. Si lo dijera, quienes me conocen caerían al suelo de la risa.
No les estoy diciendo que a diario me pongo como Pedro Infante en cantina de película, mi relación con el alcohol -creo- es de lo más normal del mundo. Si traigo humor, con un par de bebidas tengo e, incluso, pueden pasar días sin probar una sola gota.
Lo que sí es cierto es que entre los placeres mundanos que nos ofrece esta vida, el alcohol es uno de los que más me complacen.
Desde hace años acuñé una frase -controvertida, no lo niego-, pero que siempre me ha parecido lo más cercana a la realidad, lo que sea que la realidad pueda ser: Nunca confíes en un abstemio.
Claro, si la persona decide dejar de beber por cuestión de salud (el alcoholismo es una enfermedad, lo sé perfectamente), mis respetos, solidaridad y admiración; se necesitan muchos huevos para dejar cualquier adicción.
Los abstemios de los que no confío son aquellos que van por la vida apostolando en contra del alcohol, los que se auto elevan en un pedestal viendo a quienes sabemos disfrutar de una fría caguama un viernes por la tarde, como enfermos, retrasados mentales, estúpidos.
Y aunque evito en la capacidad de lo posible enfrentarlos, me da hueva escuchar sus sermones, su condescendencia contra el resto de los “buenos borrachos” a quienes no nos da vergüenza disfrutar de las mieles de los destilados.
Me dan pena por hipócritas. Porque no aceptan que en un oscuro rincón de su privacidad ellos también tienen sus vicios, después todo la naturaleza humana nos vuelve seres adictivos. Hay quienes no pueden dejar el tabaco, otros no pueden pasar unas horas sin tener relaciones sexuales, existen quienes no saben vivir sin su trabajo o sin dedicarle tres horas de su vida al gimnasio. Por Dios, hasta la Coca-Cola vuelve locos a más de dos.
El chiste, para mí, es que este gusto no joda tu entorno familiar y laboral. Si no es así, nadie tiene derecho a meterse con tu vida.
A veces, cuando las condiciones lo permiten, disfruto tomarme un whisky o un mezcal cuando escribo, especialmente estas entregas.
Al hacerlo siento que entro en la liga de los Bukowski, los Hemingway, los Thompson… luego me despierto de mis sueños oníricos y se me pasa.
Lo que es verdad es que un buen trago me ayuda a soltarme, a que las ideas fluyan, a que la poca vena literaria que pueda tener se ensanche tantito y mis textos no salgan tan pinches.
Tristemente hoy, de todas las entregas, tengo que escribirla acompañado por un té negro, ya que el alcohol lo tengo prohibido por las próximas 48 horas pues unos mililitros de la vacuna de AstraZeneca está recorriendo mi cuerpo.
Claro que sé que se puede tomar luego de haberte vacunado, que la recomendación es no hacerlo para no confundir las posibles reacciones adversas de tener de huésped un chip 5G, un artefacto rastreador, una fábrica de anticuerpos o cualquier otra mamada que los antivacunas creen que te meten cuando te pinchan. Para todos ellos, la porra los saluda.
Hoy que tecleo esta millonésima oda a Baco, extraño tomarme un whisky, la bebida que desde hace un par de años se ha ido ganando mi afición y gusto por encima de la cerveza.
Y conste amiguitos: allá afuera hay cosas mucho más interesantes y de mejor precio que el asqueroso Buchanan’s, el decepcionante Chivas Regal, el imbebible Black and White y el vomitable Passport.
Con el paso de los años y las recomendaciones de un simpático grupo de Facebook que se autodenomina los Magníficos Bastardos, me he topado con las maravillas que pueden ofrecer el Scotch, el Rye y el Bourbon.
No me voy a poner académico explicando cuál es la diferencia de cada uno de ellos, pero sí les puedo decir que aunque todos son tipos de whisky, su sabor es distinto. Si quieren averiguar cómo, los invito a que se tiren un clavado en este maravilloso mundo.
¿Cómo lo tomo? Como se me da la gana, pues el mejor whisky es el que te gusta beber y como te gusta beberlo.
Es por ello que a veces lo acompaño con un hielo, otras ocasiones con unas gotas de agua pero, la mayoría de las veces, lo disfruto solo, servido en uno de esos encantadores vasos Glenclairn los que, aseguran, son especiales para disfrutar plenamente las propiedades del “agua de la vida”.
¿Necesito un vaso especial para tomarme un whisky? ¡Por supuesto que no! Hacerlo raya en la faramalla pero ¿que sería de los placeres mundanos de la vida si no existieran estos extraños e inútiles rituales?
¿O en serio alguien cree que prender un puro con cerillo de madera mejora en algo al tabaco? ¿O qué hacer carne asada con carbón de mezquite de la sierra alta de Nuevo León le va a dar mejor sabor a la carne?
Lo que sí es cierto es que en esta travesía por el mundo del whisky me he encontrado el Islay, que es una clase de destilado que solo se produce en esa isla de Escocia, ubicada al noroeste del Reino Unido.
Marcas hay varias, pero hay una que, no literalmente, me “voló la cabeza”: Ardberg. Una botella que no es fácil de encontrar y mucho menos barata; puedo tenerla en mi alacena porque soy un cochino con suerte que tiene una esposa y una suegra que se cooperaron para pagar los mil 300 pesos que vale.
Y sí, ya sé. Mil 300 pesos no es un precio exhorbitante y menos en el mundo del whisky, pero para alguien con mi sueldo, se convierte en un lujo que pocas veces te puedes dar.
Otra vez, no me voy a poner catedrático explicando todo el proceso de esta destilería quien tiene una historia de más de 200 años, lo que realmente importa es el resultado: una bebida cuya principal característica es un profundo sabor ahumado que, antes, solo lo había encontrado en algunos mezcales, pero nunca en un escocés.
Sorprendentemente, cada vez que bebes un sorbo de Ardberg y pasas del sabor ahumado, te topas con notas de agua de mar, con lo que te queda claro que este destilado viene de una isla.
Es tanta la fama de esta bebida, que existe una ferviente horda de seguidores dispuestos a pelear contra quien sea que se atreva a criticarla.
Servirme un sorbo de Ardberg no pasa todos los días. Desde que me la regalaron hace más de un mes sólo he tomado seis vasos.
Es por eso que la disfruto más. Porque sé que al servirme un poco me estoy consintiendo, que algo hice bien para premiarme con este maravilloso trago.
Hay quienes logran este efecto en su vida comiendo alguna delicadeza, comprando una prenda de ropa, manejando un automóvil o sumergiéndose en cualquiera de esos placeres mundanos que la vida nos pone enfrente.
Para mi el whisky es ese breve momento cuando puedes sentirse a gusto, esos minutos cuando la vida no es una repetición de dolores y lágrimas, el escape a un lugar feliz donde puedes refugiarte aunque sea un ratito.
Si no fuera por estos lugares, seguramente ya habríamos entregado el equipo hace mucho tiempo.
Por ello amigos. ¡Salú!