
Mientras mi amá sigue desguanzada en la cama, duerme todo el día, aunque dice que solo cierra sus ojitos, estamos yendo a Monterrey una semana al mes.
La Rosa María me acompaña o se va sola, para poner su granito de arena en el cuidado de esa gran mujer que me dio la vida y que se aferra a ella, a pesar de que no quiere dar molestias.
“¡Llegó el Prieto!”, me dice, me toma la mano y me la besa, aunque ya no ve y casi no escucha. Me puso así porque salí “aperlado”, dicen que como mi abuelo José Luis, quien vivió en Higueras, NL. Y es que teniendo a un hermano pelirrojo y una hermana ojiverde, como que salí un poco tostadito.
Mi madre tuvo seis hijos, dos mujeres y cuatro hombres. Una familia grande que acostumbró a estar con mi padre en la mesa de la Navidad, aunque el viejo por su azúcar se estaba debilitando y caminaba lento, sobre todo cuando dejó el comercio, orillado a dar ese paso que nunca quiso dar pero que por la edad lo tuvo que hacer.
Pero mi madre, doña Esther, ya le decían, dominaba el entorno familiar, controlando a sus hijos pequeños para que fueran a la Garza Melo y ya de grandes al Tec de Monterrey o a la Universidad.
En una época de bonanza, cuando todos los días llegaba don Jesús diciendo “está corriendo lumbre en las calles”, por aquello de los calorones de verano, que llegaba caminando desde Guerrero y Ruperto Martínez, hasta Escobedo y Espinosa, cerca de seis cuadras.
Llevar a la familia a tomar aguas frescas de jamaica en un local que estaba por la Calzada Madero era rutinario los domingos, como también que me compraba un comic de Marvel que disfrutaba en la casa, teniendo una colección de 30 que leía y releía en la casa de Escobedo 309 norte.
Ya se imaginarán a mi mamá controlando el “ejército” de la familia, con la lavaba de ropa, cocinar todos los días los platillos variados de migas con huevo, huevitos revueltos con chorizo, con licuados de frutas o limonadas, era toda una gran labor.
Por aquello que dicen que detrás de todo gran hombre, hay una gran mujer, mi amá nos atendió a todos con cariño. Recuerdo su canto en el columpio del patio de la casa con aquel “A la rorro, niño/ A lo rorro ya/ Duérmete, mi niño/ Duérmeteme ya”. Por supuesto no olvido sus muestras de cariño con:
“Señora Santana, ¿por qué llora el niño?/ por una manzana que se le ha perdido. Yo le daré una, yo le daré dos. Una para el niño y otra para vos”, mi madre decía Dios.
Fue una mujer creyente, no íbamos mucho a misa, pero tenía sus revistas de “La Palabra Diaria”, era amiga del Padre Galván y nos invitaba a que fuéramos a la iglesia de chavos.
Aunque a veces no sepas quién soy, a tus 95 años. No te dejaremos sola. Te amo mamá.