L
os que ejercimos el periodismo en el último cuarto del siglo pasado fuimos severamente descalificados y denostados cuando señalábamos en la prensa el tufo de la pestilencia oficial de algunos políticos que escalaban la cumbre del poder de la mano del PRI, al que calificábamos de corrupto y corruptor. No olvido que su exigencia siempre era la presentación de las pruebas y no solamente la exhibición de denuncias anónimas surgidas dentro del mismo sistema o de las filtraciones a los medios de parte de funcionarios honestos y, la mayoría de las veces, surgidas de personas resentidas que habían sido despedidas de las altas esferas gubernamentales. Era “Fuego amigo”, se decía y se sigue diciendo.
Alfonso Martínez Domínguez era el más furioso de todos los sospechosos de corrupción. Se enojaba cuando se le requería nada más que justificara su inmensa fortuna y sus bienes inmobiliarios con el modesto sueldo que tuvo desde que inició como elevadorista en el edificio de una central obrera en el entonces Distrito Federal. Era un descarado archimillonario sin jamás haber trabajado en la iniciativa privada que era en aquellos años la mejor fuente de riqueza a través de los jugosos salarios de ejecutivo o director de empresa. Su respuesta era igual de cínica: “Nadie le trabaja gratis al sistema. Punto”
En esos días de sometimiento a los dictados del partido hegemónico y casi único en el país, sobraban los defensores de presidentes de México, como Luis Echeverría y de José López Portillo, corruptos y derrochadores a más no poder a la vista del pueblo, pero que no podían ser señalados como tales ni siquiera con muestras de sospecha porque se consideraba una herejía. Ni a otros ministros y sus familias o “segundas casas” se les podía tocar en su “honorabilidad”, a pesar del hedor de su conducta basada en el “ahora o nunca”. Las corruptelas dejaban huella y no había que cerrar los ojos o taparse las narices para percibir la pestilencia de sus actos simulados y sus fechorías. Pero eran intocables. No se podía ofender su “decoro” de “patriota o servidor público sacrificado por el bien común”. E igual ocurría al meterse los buenos periodistas hasta el fondo de las componendas y los abusos de los responsables en las aduanas y en las corporaciones policiacas,y principalmente en las entrañas de la temida Dirección Federal de Seguridad para descubrir sus crímenes contra los grupos subversivos. Imperaba el silencio noticioso al respecto o si alguna línea trascendía entre los más aventados, se callaba con la descalificación agria y la tipificación de “informaciones mentirosas. Se trata de difamaciones, porque no hay pruebas”.
EL PRI fue de lo más corrupto y corruptor, al estilo de Miguel Alemán Valdés, o de Carmen Romano o del jefe policiaco “El Negro” Arturo Durazo y compañía, o de Carlos Hank González y secuaces apoyadores de la “Colina del perro” de López Portillo y Sasha Montenegro y de diga de Emilio Lozoya, entre otros. E inclusive este instituto político (el “nuevo PRI de jóvenes brillantes”) fue escandalosamente impúdico en el período de Enrique Peña Nieto, con su amigo Emilio Lozoya a la cabeza, y cuyo hartazgo hizo que los electores pensaran en AMLO como solución a tanta trapacería que no se corrigió en el 2000 con Vicente Fox y Martha Sahagún, fallando a la esperanza de muchos votantes a favor del PAN, cuyo siguiente primer mandatario, Felipe Calderón, dejó una “estela de luz” que ha iluminado sus enormes fallas gubernamentales que, en su momento, quisieron ocultarse o despistarse como lo habían logrado con maestría Miguel de la Madrid, Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo, pues contaron con la complicidad de algunos de los grandes medios y de los periodistas de mucha fama, algunos de los cuales fueron privilegiados con el famoso “chayote” mexicano.
Sin embargo, pasado el tiempo, la cloaca se destapó y dejó ver que nada queda oculto bajo el sol de la verdad. Y hasta quienes fueron testigos presenciales de esas trapacerías ahora dan cuenta de ellas con pelos y señales. Y en varios casos fue el mismo sistema el que condenó a varios pillos, por venganza o por justicia, como fue el caso de Ernesto Zedillo, quien encarceló al “hermano incómodo” Raúl Salinas de Gortari, ante el enojo de su antecesor en la presidencia de la república. Por eso hoy he llegado a pensar que a López Obrador lo han empezado a castigar con acusaciones por ahora aparentemente infundadas de su íntima relación con el narco y la entrega de parte del territorio nacional a los capos de la droga que han colaborado con su gestión y de no pocos gobernadores y alcaldes de MORENA. Es demasiado temprano como para saber que su defensa se pueda sostener cuando acabe su mandato. Sí hay sospechas que han aprovechado sus adversarios de aquí y de Estados Unidos. Ha hecho cosas buenas que parecen malas (como saludar cariñosamente a la mamá del “Chapo” Guzmán y pedirle perdón al delincuente por llamarlo por su apodo, además de prometerles a los homicidas de alto impacto el cobijo de los “derechos humanos” y ofrecerles “abrazos, no balazos”).
AMLO ha pedido evidencias de esos ataques. Claro que los que puedan tenerlas aquí y ahora no las darán a luz. Pero más tarde, por molestia, venganza o resentimiento las mostrarán, si es que las hay, o llevarán al rastro de la corrupción y los lujos de sus hijos como señal de que eran cuando menos ajenos a la doctrina de austeridad franciscana de su padre, que otros unirán a la corrupción de los jefes de las aduanas y de otras instancias oficiales con el fin de sentenciar que el hoy presidente fue un hipócrita y mintió con la prédica de una persecución a los ratas de su gobierno y no hizo nada por castigarlos. Por eso vale la pena reflexionar qué tanto afectará a México que las mayorías crean sin tapujos que el narco cogobierna hoy y que el tabasqueño ha entregado el poder a los capos y ha sido tan corrupto como sus antecesores. Porque si se extiende como verdad, la calumnia puede pasar a la historia como tal, aunque no se fundamente legalmente. Y si a largo plazo alguien filtra pistas de esa dolorosa realidad, la gente se desmoralizará, como ha ocurrido, en un ámbito más espiritual, con los seguidores del líder religioso de la Luz del Mundo y, antes, con los defensores de Marcial Maciel, de los Legionarios de Cristo
Más dura será la campaña en este sentido en vísperas del 2024 y cuando AMLO se vaya a “La chingada”, que es como se llama su rancho en Palenque a donde ha prometido retirarse apenas deje el Palacio Nacional. Pero esa sed de venganza la ha venido alimentando el propio presidente. Porque estoy de acuerdo en que a AMLO le asiste la razón al invocar el derecho de réplica en los medios para defenderse de lo que él considera ataques o mentiras sobre su persona, su familia o su gobierno. Pero lo que no apruebo es su odio de fuego y la sarta de insultos y descalificaciones no solamente contra los periodistas que, según él, lo ofenden o denigran injustamente, sino que agarra parejo y en su generalización se nota su propósito de manchar al periodismo como oficio o profesión que muchos amamos con el alma. Dice que no son sus enemigos, pero ellos no ha dicho lo contario. Y llevándose como se lleva es lógico que le lloverá cieno y estiércol que llo dejará mal parado ante la historia, con resultados funestos cuando se acaben los que hoy lo defienden a capa y espada. ¡Qué necesidad hay de estarse dando “un tiro” de esa forma, cuando está de por medio el futuro de México y la garantía del respeto que merece esta rica nación en el mudo entero? ¿Por qué estar manchando al gobierno actual de supuestas relaciones con el narco si el más sale perdiendo es nuestro país por no haber pruebas contundentes pero sí cunde la duda y la sospecha porque así es la política partidista y de intereses en pos del poder? ¡Ya párenle!…v