
Nunca olvidaré que en el año 1983 el periódico El Norte me envió a Tampico, junto con mi amigo experto en fotografía deportiva Armando Arrambide, en una avioneta de Alejandro Junco de la Vega.
El viento movía el aparato de un lado a otro mientras el piloto mostraba su habilidad en zona de turbulencia y daba muestras de gran experiencia.
Fue muy repentina la orden de viajar en esta nave particular que salió del aeropuerto del Norte, y todo porque el ambiente futbolero estaba en plena efervescencia pues el equipo Tampico-Madero mantenía una rivalidad muy especial contra el Monterrey despertando el morbo de la afición regiomontana.
Hoy, a la vuelta de los años, concluyo que la mejor ganancia de esa excursión como reportero no fue hacer la crónica del juego ni engolosinarme con las fotografías a ras de cancha. Claro que todo eso resultó inolvidable en medio del frenesí que se vivía en aquella época, muy cercana al primer campeonato (México 86) que obtendrían los Rayados. Pero lo más trascendente fue haber conocido a un gran deportista y mejor persona: Alberto Aguilar.
Recuerdo que me di tiempo para visitar en su domicilio a don Carlos Miloc para entablar una larga charla con el tono que le imprime aún a sus encuentros el famoso uruguayo. Su amable esposa Renée fue ese día –y desde entonces ha sido así conmigo– un encanto en su trato, lo mismo que sus hijos Sayonara Morelia y Carlitos.
Pues bien, durante esa convivencia llegó muy apuesto el portero del Tampico, Alberto Aguilar. Y a partir de ahí no hemos dejado de estrechar una amistad al margen del periodismo y del futbol profesional porque se ha extendido a otros ámbitos de nuestra vida, más todavía cuando me enteré que era el novio de la hija única de Miloc (posteriormente se casarían y a pesar de no tener hijos, hay que reconocer cómo la flama del amor los sigue uniendo en la eucaristía diaria de la convivencia ejemplar).
En la temporada 84-85 Alberto apareció en Los Ángeles de Puebla que dirigía Ricardo Lavolpe y durante sus visitas a Monterrey no dejaba de tomarme en cuenta con mil detalles, aunque yo me mantenía alejado en la cancha porque jamás hay que quitarle la concentración a un profesional durante cualquier partido y eso él lo tomaba muy en cuenta, según me lo dijo años más tarde.
Lejos de irme a colgar del cuello del caballeroso portero y simular ante la tribuna que éramos amigos o llamar la atención con saludos estruendosos, ya en la cancha simulábamos no conocernos por respeto al trabajo de uno y otro.
Y así sucesivamente en los equipos que militó e inclusive cuando pasó a los Tigres de la UANL, y no se diga después que se convirtió en entrenador de porteros no sólo de equipos como Tecos de la UAG bajo la dirección de Héctor Hugo Eugui sino también de la Selección Nacional y ahora de los Rayados de Monterrey.
Total que un día me comunicó su decisión de estudiar la licenciatura en Organización Deportiva y platicamos largo y tendido sobre aspectos académicos, de modo que fui de los primeros en felicitarle cuando obtuvo su título alternando sus estudios con su labor futbolera.
Por eso vuelvo a ensalzar su espíritu de superación en esta etapa de su vida en que se ha inscrito para cursar la maestría en Psicología en el Deporte, y hay que ver cómo vibra de emoción al repasar las materias que conforman el plan de estudios y al dar cuenta del interés de sus compañeros que vienen de la Universidad del Futbol en Pachuca o de los dos alumnos que se desplazan desde Colima.
Así es que el hombre correcto y educado que guarda mi memoria de aquella vez que una frágil avioneta me llevó a Tampico a encontrarme con él, sigue cobrando mayor dimensión por su valor como persona así como por su comportamiento en la familia y por su ejemplo de superación académica. De ahí que cada día me pongo a pensar qué distinto sería el medio deportivo si hubiera muchos Albertos Aguilar.