El desencanto electoral ronda el ánimo de los ciudadanos en muchas partes del mundo. Son pocos países los que son ejemplares en la motivación para llevar a las urnas a las multitudes. En una inmensa mayoría el abstencionismo es la respuesta general a las propuestas de los candidatos. Como dice el español Juan Cantavella, el estudio de la situación la hace ver como muy enredada.
Alguien puede pensar que la desgana con que los ciudadanos contemplan la política y la hostilidad que manifiestan hacia los políticos están instigadas por los abundantes y escandalosos episodios de corrupción que nos atosigan a diario. Son graves estos casos y graves las reacciones que se están generando, pero las causas son más complejas y las consecuencias nefastas si muy pronto no le pone remedio.
Aparte de tales situaciones concretas, ¿qué impresión se forma el ciudadano normal cuando asiste a los mercadeos que se llevan entre manos los partidos? ¿Aspiran a algo más que alcanzar el poder y mantenerse en él? ¿Alguien cree que los principios éticos que dicen defender se hallan por encima de esas aspiraciones? ¿Cómo aceptar impasibles las mentiras y cambalaches, las negociaciones bajo cuerda, el comprobar que ante los focos se hacen afirmaciones tajantes que sabemos no podrán cumplir o las argucias con que niegan acusaciones, cuando es evidente que les han sorprendido en falta?
Pueden estar oponiéndose a leyes o proyectos, pueden lanzar denuestos contra los adversarios, pero llegan a un acuerdo entre ellos y aquel globo se desinfla sin que se nos alcance lo que esconde. De estos comportamientos viciados no se salva casi nadie, por más declaraciones de honradez que profieran. ¿Cómo tomarlos en serio? Aparece el proyecto de ley de presupuestos y la oposición arremete con ferocidad, señalando mil errores y desviaciones. Al día siguiente trasciende que se ha producido un pacto y, lo que antes se veía negro, de repente es blanco; los desaciertos ya no son tales: callan las voces críticas y se presta el voto para que pueda salir adelante lo que de ninguna manera era aceptable, según abroncaban. Algo inconfesable han recibido a cambio.
Desde un partido profieren vibrantes condenas contra la corrupción dineraria o el tráfico de influencias, mas hete aquí que ciertos dirigentes son imputados por ello: algunos son apartados; otros, ni siquiera eso. Se nos quiere hacer creer, mediante solemnes declaraciones, que no se les conocía, o que no son sino manzanas podridas… Cunde la sensación de que los tales son chivos expiatorios para que no sean señalados los mandatarios supremos; nadie se hace responsable de haberlo consentido o haberlo ignorado. Algunos lo pagan, pero en el fondo todo continúa igual, aunque con mayores precauciones. Los fiscales analizan las cuentas de los partidos y prácticamente en todos aprecian incumplimientos fiscales, falsedad documental, donaciones ilegales, condonación indebida de deudas… Pero unos y otros esconden la cabeza bajo el ala: ¿qué pasaría si un particular incurriera en estos presuntos delitos?
Esta sensación de hallarnos manejados y embaucados desconcierta a los ciudadanos y les vuelve tremendamente críticos con los políticos. Pero no tienen más remedio que continuar votándoles: ¿cómo no van a hacerlo si al girar la cabeza en busca de alternativas caen en la cuenta de que hasta los más puros en apariencia están involucrados en casos semejantes y los comportamientos no difieren de unos a otros? Si todos fallan, pensarán que el sistema es inservible. Oirán decir que la democracia es el menos malo de los sistemas políticos, pero quienes públicamente la sustentan son detestables y llegarán a la conclusión de que no es una panacea como se predica.
En México, hoy por hoy, campea un desaliento evidente en pleno año electoral. La desconfianza es una señal de alarma que no presagia unos comicios entusiastas. El dineral que se gastará es eso precisamente: un gasto enorme, pero con pobres resultados. Los políticos de todos los partidos apestan y a los ciudadanos con méritos para contender se les cierra el paso con miles de obstáculos.
Pero nuestros políticos se creen los escenarios de fervor que se les tiende con los acarreos. Se sienten líderes e iluminados, por eso se conforman con ganar con apenas un 30 por ciento de la votación, pues la competencia es muy pobre porque pobre es la oferta por donde se le vea, y la falta de credibilidad es mayor de lo que ellos piensan, sin dar mayor importancia al abstencionismo.
Y el abstencionismo, seguramente, volverá a ser el enemigo a vencer el 7 de junio.