A través de los años he dejado de creer en las promesas de los políticos, en especial las que se escuchan cada seis años, el primero de diciembre, de boca del presidente que se coloca la banda presidencial y jura respetar la Constitución, ante los aplausos, porras y el sonido de las matracas cuando comienza a bañarse de pueblo.
La última vez que vi por televisión con atención el cambio de poderes fue en 2000, cuando Vicente Fox Quesada enterró 70 años del PRI corrupto que este primero de diciembre de 2012 regresó al poder, dicen, diferente, enjabonado.
Hace doce años no quise perderme ese hecho histórico, hasta por morbo, de ver por televisión algo que creí nunca vería mientras estuviera vivo: que el presidente mexicano que asumía el cargo frente al poder legislativo no pertenecía al Partido Revolucionario Institucional.
No me da vergüenza admitir que en las elecciones del 2000 voté por el PAN y por Fox Quesada, el ranchero de Guanajuato casi Mesías que esperábamos casi 100 millones de mexicanos, la mayoría sumidos en la total pobreza por culpa de siete décadas de un partido en el gobierno.
Quienes nieguen que ver al mandatario saliente, Ernesto Zedillo Ponce de León, entregar la banda a Fox Quesada puso la piel china de emoción, mienten, porque significaba un hecho que, ni en sueños, nos podíamos imaginar sucedería un día.
Lo que pasó los siguientes seis años fue una desilusión total para mexicanos sin partido que votamos por la alternancia beneficiando al Partido Acción Nacional.
Fue un sexenio foxista de promesas incumplidas de llevar a México a los cuernos de la luna, a un primer mundo como no pasó con Carlos Salinas de Gortari; fue el comienzo de una violencia inimaginable porque el PAN creyó que extinguiría el crimen organizado como a bichos rociándole insecticida; fue también la prueba de que la corrupción tendría nuevos colores: azul y blanco.
Fue por eso mismo que me alejé de la televisión el primero de diciembre de 2006, cuando Felipe Calderón Hinojosa asumió la segunda presidencia en la historia de es franquicia política después de una campaña sucia en contra de Andrés Manuel López Obrador.
El guión iba a ser el mismo y las prioridades no cambiarían de orden: combate a la pobreza; trabajo digno y remunerativo; crecimiento económico; seguridad y paz; mejorar y purificar la educación, y que México tuviera un rol protagónico en el contexto internacional.
¿Acaso me perdí de algo nuevo, quizá con otras palabras, el domingo de la toma de protesta de Enrique Peña Nieto? Definitivamente no. Pasado el circo de varias pistas en el Congreso de la Unión, me enteré de las buenas intenciones del nuevo presidente de México. ¡Bendito internet!
Peña Nieto le puso el cascabel a Elba Esther Gordillo, la dirigente magisterial que se distanció del entonces candidato presidencial del PRI-Verde, al garantizar que nunca más las plazas de los maestros serán vitalicias y hereditarias, sino que se concursarán con base al trabajo y méritos.
Vamos a ver si las buenas intenciones del nuevo mandatario se cumplirán, porque al final del camino sus antecesores terminan de rodillas, amenazados y sometidos por el sindicato con mayor membrecía de América Latina.
En otra de sus 13 acciones estrenando la banda presidencial, el mexiquense trata de pintar la raya con las principales televisoras, sobre todo Televisa, al anunciar la licitación de dos nuevas cadenas abiertas. Aunque la sospecha de ser beneficiado por la empresa de Emilio Azcárraga Jean, nunca podrá ser borrada.
Una cruzada nacional contra el hambre, anunciada por Peña Nieto, suena como el discurso tan trillado del viejo PRI en boca de José López Portillo, Miguel de la Madrid, Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo Ponce de León.
En fin, otra vez millones de mexicanos no tenemos otra salida, la de confiar que el presidente entrante cumpla sus promesas.
Las próximas semanas y meses serán importantes, esperando ver cómo el crimen organizado dará la bienvenida a Peña Nieto presidente, que no es lo mismo Peña Nieto candidato.
Twitter: @hhjimenez