
Bebé, desde que Dios me dio la dicha de volver a ser padre, no sabía cómo empezar a demostrarte cuánto te amo: silencioso en el vientre de tu mami; viéndote crecer a través de una pantalla; escuchando tu corazón por una bocina, y asombrándome por cada movimiento que hacías siendo una criatura de apenas tres centímetros, pero que mi emoción te hacía magnificarte. Eres, mi amor, el gran milagro de Dios, sin duda.
Sabes, tu mamá me decía que si me la paso escribiendo, cómo no había tenido tiempo para dedicarte unas líneas. Y siempre tuvo la razón. No era porque me faltaba inspiración, al contrario, con los años sabrás que mientras crecías, nunca estuviste ajeno en mis pensamientos.
Cuando nazcas, las manecillas del reloj y las hojas del calendario avanzarán muy rápido, y aquel bebé pronto dejará de serlo. También comenzarás a entender muchas cosas que antes se te hacían complicadas, como ese dicho popular: “Nunca las segundas partes fueron buenas”.
¿Pero a qué se refiere tu papá con ello? Primero a que tienes una hermana mayor de nombre Andrea, producto de una historia llena de amor, como la que construí en muchos años con tu bella mamá Paola, protagonista de este nuevo milagro de Dios, o sea tú.
Hace 27 años empecé a escribí un diario sobre Andrea desde su concepción hasta que vio la luz. Creí en su momento que era una idea, quizá no original, pero nadie me quitó la inspiración. Tu hermana lo conserva en su casa y seguramente en su corazón, como tu papá lo tiene guardado en nuestro hogar… y en el alma.
¿Entonces, qué iba a hacer que no fuera una segunda parte? Hice muchas cosas, bebé, que después escucharás, como escribir para que todo el mundo se enterara en algo que quizá habrá desaparecido cuando seas grande, porque el mundo y las tecnologías avanzan a todo galope.
“¡Señor Jiménez, me sorprende lo que escribe sobre su bebé!”. “¡Licenciado, se nota es sus ‘post’ que está disfrutando esta etapa!”, me decían una y otra vez.
Y tenían razón. Tu papá, ese hombre casi siempre más serio que alegre, abriendo su corazón sin disimulo. ¿Por qué no hacerlo?
Sabes, cuando nazcas habré cumplido 52 años y para algunos “soy una persona mayor, vieja”. En mi vida he cerrado mis oídos a las voces que lastiman por envidia; así, a través de los años preferí escuchar a personas que me ayudaron a convertirme en mejor ser humano.
Nunca olvides ni te alejes de tus padres y abuelos. Ellos son sinónimo de grandeza por las experiencias acumuladas en muchas décadas, cargando en sus encorvadas espaldas las alegrías, pero sobre todo las tristezas de sus hijos.
Desde que por primera vez te vi en una pantalla, te escribí; en las primeras fotos de tu mami con su panza, también lo hice con amor; y mis dedos sobre un teclado se empezaron a mover apenas regresé de ver tu carriola y tu cuna, compartiendo mis emociones.
Tu mami sabe cuánto sentimental he sido desde que el doctor nos confirmó que seríamos padres: en el carro y en la casa termino en lágrimas al escuchar letras de canciones que se refieren a ti y a mí, sobre todo un poema que me retrata caminando, tomando tus pequeñas manos.
Cuando todavía seas niño “yo caminaré por la tarde de mi vida”, dice el poema. Y es cierto. Seré un hombre maduro y tú empezarás a conocer un mundo lleno de contrastes; de personas buenas y malas; pero seguramente vas a seguir el camino de tu hermana Andrea, que siempre busca la justicia como su papá se lo enseñó.
Como hermanos quiero que se amen como yo amo a tu mamá; como amo a tus abuelitos que Dios quiera los conozcas. Porque la ley de la vida indica que ellos pronto se irán de este mundo. Antes, cariñosos, te estrecharán en sus brazos.
Nunca dudes que derrumbaré molinos de viento para darte lo mejor que esté a mi alcance, con trabajo honesto y caminando con la frente en alto. Y también quiero que conozcas las carencias de los menos afortunados.
Sabes, cuando era niño y soplaba los primeros vientos fríos que anunciaban la pronta llegada la Navidad, en casa no había dinero para comprar un frondoso pino natural, ni artificial.
Entonces, para alegrar nuestra modesta casa, íbamos a las faldas de un cerro y con la fuerza de cinco niños, tus tíos, arrastrábamos una rama seca que luego se pintaba con cal, se adornaba con pelo blanco, esferas y luces navideñas que burbujeaban. Y siempre fuimos muy felices.
Tus padres vienen desde abajo. Y qué bueno, porque Dios puso en su camino obstáculos que superaron. Hijo, no vayas a tener miedo al caer, porque como tu padre te volverás a levantar. Una, otra y otra vez.
La vida te irá moldeando para convertirte en un gran ser humano, pero sobre todo en un gran hijo. Dios me dará el tiempo y las fuerzas para enderezarte cuando las inclemencias te doblen. Todo será aprendizaje… nunca, nunca lo olvides.