Se van a cumplir cuatro meses del descubrimiento de las fosas clandestinas en San Fernando, Tamaulipas, donde se encontraron 183 cuerpos, y solamente 23 de ellos han sido identificados por la PGR a través de las pruebas de ADN.
La lentitud oficial desespera a miles de familiares de personas desaparecidas, entre ellas las que viajaban en autobuses de pasajeros con destino a Estados Unidos como migrantes en busca de una vida mejor que México no puede ofrecerles.
A cuenta-gotas, la Procuraduría General de la República ha dado a conocer la identificación de personas a través de las pruebas genéticas, es decir, por medio de la comparación de la sangre de un familiar con la extraída a los cuerpos localizados en San Fernando el miércoles 6 de abril pasado.
No hay duda de que la mayoría son de migrantes mexicanos del centro sur del país que se iban a internar al vecino del norte cruzando el Río Bravo, pero en el camino, por las carreteras en Tamaulipas, fueron bajados de los autobuses por hombres armados y se los tragó la tierra.
Las horas, los días, las semanas y los meses transcurren y sus parientes ya no hallan a qué nuevo santo rezarle, y ya conocen todas las iglesias católicas en Guanajuato, Oaxaca, Michoacán, San Luis Potosí y Guerrero a donde han ido a pedir que se haga el milagro.
En días pasados escuché una versión que me pareció, al principio, descabellada: “Algunos grupos del crimen organizado están trabajando de la mano del gobierno de Estados Unidos para desaparecer migrantes”.
Esta hipótesis tendría relación directa con la reducción considerable del número de extranjeros, mayoritariamente mexicanos y centroamericanos, detenidos por la Patrulla Fronteriza en su intento de entrar al país vecino.
Porque ¿a qué gobierno le interesaría más que aparecieran migrantes muertos como pasó en San Fernando el año pasado, y fosas clandestinas como las recientes en territorio de Tamaulipas?
Obviamente que a Washington. Porque la migración ha ido en aumento en las últimas décadas pese a la inyección de mayores recursos y al desplazamiento de miembros de la Patrulla Fronteriza y de la Guardia Nacional para cuidar la frontera sur con México.
En los años setenta y ochenta, Estados Unidos apoyó silenciosamente la causa para que grupos rebeldes combatieran a los sandinistas en Nicaragua, en un intento para derrocar el gobierno de Daniel Ortega, ante el miedo de que el comunismo estaba echando sus raíces en Centroamérica.
Después de los atentados a las Torres Gemelas de Nueva York y a a las oficinas del Pentágono en Washington en 2001, los republicanos con George Bush Jr. como presidente de Estados Unidos, temieron que los terroristas islámicos utilizaran la frontera con México para cometer nuevos actos.
Washington tomó medidas para reforzar sus fronteras, ante la sospecha que Osama Bin Laden (líder de Al-Qaeda recientemente muerto), se aliara con algunos cárteles de la droga mexicanos para introducir terroristas y sustancias explosivas.
La única manera de lograr este cometido en la frontera era aprovechar las grandes migraciones de mexicanos que cruzan de manera ilegal hacia Estados Unidos, por lo cual -según la Casa Blanca- los terroristas islámicos podían establecer estos nexos con el crimen organizado de México.
Lo único cierto es que los dos hechos sangrientos de San Fernando han reducido considerablemente la travesía de indocumentados por territorio nacional y, por consiguiente, en Washington la preocupación sobre este tema ha bajado de nivel.
Pero de que dentro del gobierno de Barack Obama se estableció una alianza con la delincuencia organizada de México para matar migrantes es algo tan desquiciado como los mismos hechos sangrientos.
Y mientras las corporaciones federales siguen combatiendo al crimen organizado, el número de muertos aumenta en las calles.
Y sabrá Dios cuántos más desaparecen a diario en cada rincón del país. v