
Un buen día, el pequeño Abel sublima su estrés con una transformación insólita: decide convertirse en el jefe de la familia, asumiendo el rol del padre ausente.
La familia está conmocionada. La madre no sabe que hacer y los hermanos se sienten intimidados por la repentina férula autoritaria del pequeño que decidió tomar control de la casa.
Abel es la búsqueda de la identidad y el doloroso proceso de encontrar un sitio en esta vida. Es el retrato de un niño que está a punto de cruzar la línea de la cordura, tras la cual ya no hay salvación. Pero ni el mundo está preparado para un chico así, ni el chico listo para enfrentar la tarea que ha asumido.
Con Abel, Diego Luna se presenta formalmente como director, después del documental JC, que le generó entusiastas aplausos y comentarios sobre un futuro prometedor.
En este que es su segundo largometraje, el charolastra demuestra que ha estado mucho tiempo cerca del quehacer cinematográfico, afinando su sentido estético, y lo hace con una excepcional cinta de temática mundial que no se le parece a nada de lo que se había hecho anteriormente en México.
La película es un triunfo para la producción nacional, con una propuesta nueva. El gran acierto de Luna es haber elegido una temática singular e interesante, que reta las propias convenciones y se abre camino por sus méritos. No hay fórmula.
El relato está lleno de grandes escenas con altos picos narrativos. Se suma a su cadencia, el conflicto del niño, que se incrementa con el arribo repentino del padre, hasta llegar a un punto insoportable cuando surgen todas las verdades y es necesario deshacer todo, por medio de la violencia emocional, para intentar lo que parece ser un último intento por rescatarse como hogar.
Y aunque es una película sobre un niño, no es para niños. Ni siquiera es familiar. Va dirigida a los adultos y sus revelaciones son dolorosas y aleccionadoras.
El pequeño Christopher Ruiz Esparza, seleccionado mediante un casting multitudinario, hace un debut excepcional que destruye los mitos de la Tucita, Chachita y Pepito. Hubo un tiempo no muy lejano, en que los niños trascendían por comedias y sobreactuaciones a llanto pelado.
Christopher elude el truco y actúa como adulto o, mejor dicho, como un niño enfundado en piel de adulto, lo que duplica la dificultad interpretativa y su mérito como histrión.
Abel, como película, desciende a profundidades sicológicas aterradoras. Luna consigue desnudar la complejidad del alma atormentada del chico y la expone sin pudores. La historia, por su temática, podría encajar perfectamente en el género de la comedia. Un niño comportándose como adulto da muchas posibilidades para la carcajada.
Pero el tono es solemne, serio y hasta sombrío, con algunas dosis de humor que impiden soltar el llanto, aunque no deja de ser toda la anécdota un viaje tormentoso hacia el centro del ser. Es la historia de un niño que necesita desdoblar su personalidad para no volverse loco o para no escapar definitivamente a través de la autoinmolación.
Acompaña a Abel en la aventura un casting excepcional sin estrellas. Karina Gidi, de escasa participación en cine, es la madre de Abel, una mujer abandonada por la vida y por su marido que observa un comportamiento decente y responsable con sus hijos, pero necesitada del afecto que no encuentra con el marido ausente.
José María Yazpik, buen actor sin ser una estrella, es el padre desobligado que abandera la causa falaz de los padres que se van de la casa con el pretexto de buscar un mejor trabajo en otras tierras.
La casa de Abel se cae. El desorden que hay en el interior es una proyección del galimatías que vive la familia devastada por la carencia del padre, la falta de ingresos que angustia a la madre y sin proyecto de vida.
Y Abel es un niño espiritualmente enfermo que está a punto de perderse a sí mismo, para terminar con todos sus pesares.
Abel es una genialidad.