Hay que tener cuidado con la película El Árbol de la Vida.
Se conjuntan en esta producción grandes nombres de la cinematografía. El director Terrence Malick es apreciado en la industria como un artista que ha hecho escasas y brillantes cintas a lo largo de su trayectoria. A él se le deben producciones como La Delgada Línea Roja y Nuevo Mundo.
Aparecen en el casting también actores que no necesitan presentación: Brad Pitt y Sean Penn. Es preciso aclarar que la cinta tiene hechuras de obra de arte para su exhibición en una pequeña galería independiente y de escasos visitantes.
No está claro qué quiso hacer Malick.
La película muestra un planteamiento nada claro en el que se va revelando que el hombre adulto, interpretado por Penn, trata de explicar las razones de su comportamiento actual, desilusionado del mundo, evocando pasajes de su vida en una modesta comunidad texana de los 50, en una familia gobernada por un estricto padre interpretado por Brad Pitt.
Ningún slogan puede abarcar el contenido de la cinta.
El director guionista muestra una historia con largos pasajes llenos de escenas cotidianas, como si invitara a todos los espectadores a sentarse en el sótano de su casa para mostrarles cintas de 8 milímetros que tomó de su infancia, con pasaje de una vida que parecen ser únicamente interesantes para quienes la vivieron.
Afuera, los niños juegan en el lago, pasean en bicicleta, corren alrededor de la casa, vagan con sus compañeros del barrio. Adentro, son oprimidos por un padre riguroso y una madre sigilosa que llora en silencio. Perciben cómo la familia entra en crisis por razones del desempleo.
La acción sale del pasado y brinca al presente donde Penn, aparentemente un alto ejecutivo, lleva una relación difusa con una mujer, mientras recuerda y busca las claves que lo expliquen a él y su actual comportamiento. Vaga por la película desorientado, al parecer afectado también por la carencia de intencionalidad del director.
En medio de todo, Malick se permite lujos personales que rayan en la irresponsabilidad. Presenta, como insertos, largos planos de tomas de la naturaleza en un rapto de inspiración que es poético y desconcertante. Durante eternos pasajes, la cámara vuela por encima de las nubes, se fija en las estrellas y en el sol, vuela a ras de la grama. Es como el espectáculo del inicio del mundo, pero presentado en un contexto inexplicable.
Si el espectador no se compromete con las imágenes y no se predispone a presenciar un espectáculo personalísimo del artista director, las dos horas del filme pueden convertirse en una tortura, porque la historia nada convencional tiene una progresión dramática encriptada y al alcance de algunos conocedores que sepan a qué se refiere el realizador cuando habla del árbol de la vida.
El rebuscamiento innecesario termina por condenar una película pequeña que se vuelve pomposa, inflada en ideas y con pretensiones grandilocuentes.
No se le puede culpar al público por no estar a la altura de una obra tan abierta en interpretaciones. v