Por Luciano Campos Garza
Jobs, la biografía del fundador de Apple, es el triste réquiem para un personaje que revolucionó el mundo.
Basada en la biografía del visionario Steve Jobs, que aportó a la humanidad las computadoras personales y construyó su imperio desde el taller instalado en la cochera de su casa, la cinta remite a un documental mal actuado y peor dirigido.
Desafortunadamente, el magnate californiano falleció prematuramente en el 2011 y no puede defenderse contra esta infamia.
Ni Ashton Kutcher, en el papel protagónico, ni el director Joshua Michael Stern, estaba calificados para poner sus incompetentes manos y su limitada creatividad en el legado de un prohombre, que ahora es deshonrado con esta historia que revisa aspectos importantes de su vida, pero con una insultante superficialidad.
La cinta se concentra en aportar precisiones en torno a las numerosas leyendas urbanas que hay sobre Jobs, un chico que dejó la escuela para dedicarse a construir computadoras.
La biografía pretende mostrar los claroscuros de un hombre contradictorio, aunque al final deja el retrato de un resentido que fue consumido por el rencor y que traicionó a sus amigos para llegar a la cúspide. Parece material para película de TV.
Stern hace un relato desordenado, evidenciándose como un novato en el manejo de actores y en la edición, pese a que ya tiene otros trabajos. Nada pudo cuajar en esta producción, en la que todo se ve caótico.
Parece la cinta un ejercicio universitario, de un cineasta que comienza a incursionar en el set. Hay juegos de cámara -como los reiterados acercamientos en momentos de tensión-, que no aportan nada al lenguaje cinematográfico.
La escena inicial de Jobs en el campo es demasiado obvia, como para suponer un intento original por retratar el optimismo de un chico de grandes ideas, dispuesto a enfrentar al mundo con una libertad imbatible.
La música sentimental parece un cliché. Las escenas se cortan repentinamente, y hay saltos en el tiempo desconcertantes.
Hay un indolente manejo de actores. Kutcher es sólo uno de los muchos desatinos del elenco.
Parecía el candidato natural para hacer el papel de Jobs, debido a que sus fenotipos son muy similares. Pero su trabajo es más una imitación que una interpretación. Muy simpático en las comedias románticas, provoca risa en los momentos dramáticos.
Se ve cómico caminando encorvado, con pasos lentos, meditabundo, tratando de recrear el aura mística y de extremada concentración que acompañaba al personaje.
Los momentos más desconcertantes, y también más hilarantes, son los de las lágrimas. Jobs, en la película, enfrenta numerosos momentos de tensión y el guión le exige a Kutcher llorar, pero la solemnidad parece territorio prohibido para el galán.
Hay otro momento en el que su compañero de aventuras empresariales, el también comediante Josh Gad, tiene que llorar. El momento debiera ser sentimental, pero no había motivo para el gimoteo.
Conforme avanza la película, Steve Jobs madura y de ser un chaval universitario se convierte en un hombre reflexivo e inteligente, que se forja con los golpes de la vida y las traiciones empresariales. Kutcher envejece por las canas, pero no por la actuación, que hace que el personaje no sea siquiera Jobs, sino el mismo Kutcher esforzándose por ser tomado con seriedad.
Termina la película y uno se pregunta dónde están los momentos tensos, impactantes de este hombre que tuvo una vida trepidante.
Es imposible que Jobs, fallecido a los 56 años y que durante décadas deslumbró al mundo con sus creaciones transformadoras, hubiera llevado una vida mucho menos interesante que la de Mark Zuckerberg, que en tres años consolidó Facebook.
Por lo menos eso es lo que se puede deducir, al comparar la cinta de Stern con Red Social, de David Fincher.
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