El Infierno es una comedia corrosiva, incómoda, tan placentera como hacer gárgaras de cianuro.
El averno descrito por el director Luis Estrada es una caricatura del México contemporáneo, con personajes que parecen sacados de una tira animada y colocados en una realidad insoportable, como la que se vive en el país.
Todo es manejado con gracia. Incluso las más brutales escenas son cómicas.
En la superficie, El Infierno provoca carcajadas, pero en su trasfondo, la película late siniestra, amenazadora y mueve temores elementales. En esta producción, abundan los mutilados y balaceados. La impunidad de la ficción se equipara con la de la realidad.
En el país de Estrada hay caciques que compran a la ley y que se adueñan de pueblos enteros, como una regresión al feudalismo en su modalidad de narcoterritorios. Exactamente como el México actual.
El Infierno cierra la trilogía comenzada con la estupenda Ley de Herodes, que fue seguida por la irregular Un Mundo Feliz.
En esta tercera parte del México Narco, se expresa en voz alta, como un alarido social, lo que la gran mayoría calla y que solamente se publica en algunas revistas especializadas.
Demián Alcazar es Benny, un paisano que regresa al pueblito rural tras la frustrada búsqueda del sueño americano. Sin más posibilidades de progresar, se enrola en el negocio del narcotráfico. El paisanito cumple puntualmente el destino del desempleado: engrosa las filas de la mafia, en su modalidad del sicariato.
Estrada hace que Alcazar pase por todos los estados del aprendiz de pistolero. Lo lleva a hacer sus primeras chambitas, hasta enrolarse en la ocupación de tiempo entero y obtener réditos, dividendos y hasta el prestigio que nunca tuvo en el pueblo.
Todo es motivo de diversión, pero las carcajadas tienen un eco de desesperanza. Las que aquí surgen son risas tristes. En este país hay que reír llorando y viceversa.
El tono manejado por Estrada es desconcertante, de oscilaciones repentinas, estupendo. En el momento más cruento de una ablación con sierra eléctrica, ocurre el momento chusco. El paisanito es un payaso con pistola, que aprende a la brava a comportarse en sociedad, es decir, a abrirse paso a tiros ante las dificultades de la vida.
Y para empezar se engancha a la chava más guapa del pueblo y adquiere una troca gigantesca.
(El Benny de Estrada se parece a su homónimo de Tráiganme la Cabeza de Alfredo García, de Sam Peckinpah, no solo por el nombre, sino por su facha, sus lentes conspirativos, la brutalidad de su rally sangriento y su ineludible sino de perdedor.)
Al principio, la historia es repetitiva, con la exhibición de abusos y prepotencias de los hombres armados. Pero lentamente el guión de estrada y Jaime Sampietro comienza a quitar velos y a mostrar las carambolas insospechadas que resultan del negocio de las drogas y el reparto de millones entre los implicados.
El nuevo matón es acompañado por Joaquín Cosío, un gigante que pasa, por sus modos y papeles recurrentes, como el Chiquilín (Gerardo González) del nuevo milenio. El recio criminal guía a su aprendiz por los entuertos del negocio.
Cosío roba cámara y escenas. Su participación se superpone completamente a la de Alcázar, y hasta a la de Ernesto Gómez Cruz y María Rojo que tienen papeles significativos -y también caricaturizados- como el don y la doña del pueblo.
En su papel del Cochiloco, muestra la verdad detrás del hombre de la pistola, y las motivaciones que hay entre los jóvenes para seguir el oficio de traficantes de estupefacientes.
El Infierno le da de coscorrones al Gobierno de México. Transgresor, como se espera de un autor que hace cine de denuncia, Estrada señala lugares y dice nombres. Algunas marcas las calla, pero resultan obvias. Hay alusiones directas a políticos de ayer y hoy.
Todos entran al aro de la corrupción: policías, militares, sacerdotes, empresarios, niños, ancianos, mujeres.
Pero sobre todo, le hace un guiño al pueblo de México, le hace saber que hay alguien que lo entiende y que está dispuesto a revelar la realidad que parece inconfesable para los gobernantes.
La cinta es el gran antihomenaje a los 200 años de Independencia y 100 de Revolución en México. Es un testimonio imperecedero de lo que somos y que, parece, seguiremos siendo en otra eternidad de dos siglos.
Como producto de exportación, la película ofrece al mundo respuestas de lo que ocurre en la patria tenochca.
En este infierno no hay escapatoria.