Aunque se presenta como una película sobre la rebeldía, Lady Bird (2017) es bastante conservadora. Las aventuras y desencantos de la chica que da título a la historia, interpretada por la ascendente estrella Saoirse Ronan, ineludiblemente mueven a un debate familiar, principalmente entre quienes observen con recelo el pensamiento liberal.
Aunque aborda temas que pretenden ser alturados, como el despertar erótico y la elección de un camino para la inminente madurez, la directora y guionista Greta Gerwig trata al persona je con ternura y comprensión, acompañándolo en el difícil reto de crecer, en medio de las dudas naturales de la adolescencia, y el ambiente juvenil de la preparatoria, cargado de hormonas en explosión.
Parece que la realizadora se ve a ella misma reingresando en esta temporada difícil del rompimiento del cascarón, y se esmera por advertirle a esta jovencita sobre los riesgos existenciales que afrontará, aunque dejándola que elija su destino.
Ronan es adorable interpretando a Christine. Sin proponérselo es tan expansiva y vital que parece que el mundo no la merece. En su vehemencia por figurar, decide cambiarse el nombre y adoptar el de Lady Bird. Es obvio que quiere ser distinguida, aunque nadie entienda sus inquietudes.
En lugar de enloquecer de frustración decide tomar el control de su vida. Pero está tan limitada en sus aptitudes y tiene ambiciones tan alejadas de la realidad, que encuentra fracasos repetitivos. Conmovedoramente, para esta aprendiz de líder el rechazo es energía propulsora.
Es evidente su desfase en el rol generacional. Tiene convicciones demasiado arraigadas, en un entorno donde las promesas son tan difusas como el enamoramiento estudiantil, y enfrenta numerosos contratiempos para desarrollar su persona. Quiere ser tomada en serio, entre compañeros que todo lo asumen como una gran broma. En esa etapa, la vida es un festival.
Gerwig rebasa, en pretensiones, las comedias de John Huges. El humor aquí es muy ácido y reflexivo. Bird no es una superadolescente como Ferris Bueller, ni se toma como una aventura su paso por la vida, como lo haría el fugitivo estudiantil de Chicago. La chica asume con solemnidad su rol en sociedad, en la escuela, en su casa y se esfuerza por elegir el sendero correcto, sin saber que está en un proceso existencial en el que los errores son obligatorios.
Es difícil crecer cuando mamá (Laurie Metcalf) se encuentra todo el día en el trabajo. Sus contactos son mínimos. La señora no sabe qué responder cuando la chica se interesa en temas como la sexualidad, o cuando surgen los inevitables signos de insubordinación juvenil. Su padre (Tracy Letts) es un hombre apocado, con el que lleva una buena relación, aunque le sirve muy poco como guía.
Asfixiada por un entorno de amistades volátiles, arrepentida por apegos que ha dejado ir por juicios erróneos, la muchacha voluntariosa quiere volar. Su impulso irresistible la lleva a imaginarse un futuro en una ciudad lejana, apartada del universo que ha conocido, aunque el precio que paga es, afectivamente, elevado.
Hay poco drama, mucha comedia y permanentes ocasiones para la reflexión en esta brillante producción. Lady Bird toca temas importantes y, aunque puede ser vista como una historia subversiva es, más bien, una aproximación a la inolvidable pubertad. A través de una actuación que crea un rol impecablemente representado, los muchachos pueden encontrar ejemplos de lo que no deben hacer, reflejándose en el espejo pulido de esta pequeña dama que quiere dejar su huella.
Viéndola, contemplándola y admirando sus impulsos de trascendencia, los adultos encontrarán rastros del camino que dejaron, luego de superar aquella gloriosa época de ensoñaciones, que no regresará.
Las mamás y sus hijas mozuelas van a tener mucho tema de conversación.