En un bar de Helsinki, dos hombres jóvenes, un sirio y un iraquí, observan seriamente a un par de guitarristas mientras, en silencio, parecen preguntarse: “¿Qué diablos hago aquí?”.
El otro lado de la esperanza es una nueva propuesta del finlandés Aki Kaurismäki, que mira con preocupación a los desplazados por la guerra, e intenta ayudarlos, por lo menos, con un mensaje de simpatía y solidaridad, ante la terrible desolación que enfrentan buscándose una vida en otro país.
Utilizando como lienzo su propia nación, el realizador se ocupa del drama de los migrantes, al explicar cómo puede ser la odisea de uno solo, que huye de su casa, en el Oriente Medio, acosado por fuerzas militares y paramilitares, que le han quitado todo, incluidos sus seres queridos. Lo único que le queda es el anhelo de sobrevivir y su disposición a recuperar lo poco que aún existe de su vida pasada.
La belleza de este pequeño relato es su cálida sencillez. Los refugiados vienen de situaciones dolorosas y el mundo los ve con desconfianza. En Europa, algunos sectores nacionalistas los contemplan como una plaga que debe ser fumigada. En esa lógica torcida, suponen que por estar arrinconados, los arribistas son resentidos sociales y desean tomar venganza contra el mundo que no los quiere.
Sin embargo, Kaurismäki los trata con respeto y compasión, en un relato trágico, adobado con toques de comicidad. Con algunas brillantes pinceladas, muestra el lado más decente de las personas, en una conmovedora muestra de comprensión y mezcla de culturas que, lejos de generar una disrupción, consiguen encontrar elementos complementarios y formadores.
Nadie sabe los terribles sufrimientos por los que Khaled (Sherwan Haji) dejó en Alepo, ni las increíbles peripecias que lo empujaron a llegar hasta este puerto del Mar Báltico. Lo que debiera ser una increíble aventura es, para el muchacho, una crónica de lágrimas y muerte. Es un asunto terrible ser desplazado a causa de la guerra. Peor aún, la burocracia humanitaria no siempre funciona para ayudar a los desplazados. Es ahí cuando aparecen corazones bondadosos dispuestos a rescatar almas en pena y darles auxilio.
Como un paria sin hogar, ni patria, ni religión, se encuentra, casualmente, con Wikström (Sakari Kuosmanen) un buen hombre de negocios quien tiene sus propias vicisitudes existenciales. Acaba de dejar a su mujer, se mete en apuestas y entra a una azarosa apuesta empresarial al adquirir un restaurante de dudoso éxito.
Luego de un ríspido intercambio, llegan a un entendimiento y, milagrosamente, crecen como personas. Se entienden pobremente a través de un lenguaje hablado que no les es propio, pero que les sirve para llegar a acuerdos mínimos. Inesperadamente, llegan a apreciarse, aún sin darse cuenta de ello, y comparten buenos momentos, algunos cargados de humor, pero sin carcajadas. Es la forma fría que tiene el realizador de reírse de la vida.
Cada escena está compuesta por planos que son como viñetas. La luz encimosa remarca las facciones para desnudar emocionalmente a los personajes, que se compactan como en una hermandad. Aunque hay tomas en espacios abiertos, predominan los sets construidos, que dan una vital sensación de teatralidad.
Con una firma bien definida de cine europeo, por momentos denso, El otro lado de la esperanza es una pieza conmovedora de cine mundial, que contiene rasgos étnicos, aunque con una intención de universalizar temas importantes como la ayuda al desvalido. Propone que el mundo debe, primero, buscar el lado luminoso del corazón de las personas, aunque sean extrañas, para descubrir lo bueno que hay en ellas, antes de despreciarlas y relegarlas, como ocurre con frecuencia en un entorno, cada vez más hostil para los extranjeros.