En un poderoso regreso a las producciones de horror clásico, La Morgue trasciende su aparente envoltorio de cinta B, y presenta una bien calculada historia que mezcla elementos sobrenaturales y el macabro oficio de la investigación forense.
Brian Cox y Emile Hirsch hacen una gran pareja como padre e hijo dedicados al trabajo postmortem en el sótano de su casa, ubicada en un suburbio solariego.
Un día cualquiera, dentro de su cotidiano trato con difuntos, a los que tienen que diseccionar con toda la naturalidad de su ocupación repetida durante años, reciben de noche el cadáver de una bella mujer joven, al que deben analizar inmediatamente para determinar causas de muerte.
Nada los prepara para enfrentar los descubrimientos de la autopsia y las fuerzas que desencadenan al ollar el cuerpo con sus escalpelos y bisturís.
El realizador noruego André Ovredal, de corta trayectoria, recurre a elementos básicos del género para crear una cinta pequeña que se define por su atmósfera. La luz es mortecina, el espacio subterráneo es hermético y los pasillos son como catacumbas en las que circulan, juntos, las personas y los espíritus.
El muchacho que inicia en el oficio sigue la guía de su experto progenitor, con un entusiasmo natural que indica que, evidentemente, heredará el negocio. Durante esa velada, está en libertad de ir de paseo con su novia, pero decide ayudar a su mentor, profundo conocedor de la investigación cadavérica.
Juntos se emplean en analizar un espécimen extraño pues no solamente impacta su perfección superficial, si no que es ajeno, por completo, al ejemplar típico. La chica es diferente a todo lo que ha visto el experto que, incluso, se sorprende de su propia sorpresa. En este trabajo, donde ha analizado prácticamente todo tipo de decesos, es difícil encontrar una anomalía, como la que enfrentan con la mujer a la que, por carecer de identificación, es llamada por ellos con la denominación genérica de Jane Doe.
El desarrollo de La Morgue, como historia de suspenso, es como el análisis necrofílico que se practica. La mujer se encuentra frente a ellos, expuesta y desnuda sobre una plancha, sin un rasguño. Con los instrumentos quirúrgicos, los médicos van revelando sus misterios. Lo mismo pasa con la película. Lentamente se van aclarando detalles sobre la intrigante personalidad de ella. Las causas del fallecimiento son imposibles. Las vísceras van revelando detalles cada vez más sorprendentes.
Conforme las hojas se abren paso entre los tejidos y órganos, se incrementan las alteraciones en la sala de operaciones. Los fenómenos paranormales que experimentan llegan a alertar a padre e hijo de eventualidades desapegadas de la realidad. Con un efectivo juego de ficción, Ovredal consigue convencer de que los muerteros, dentro de su realidad, no pueden aceptar la existencia de percances con espíritus de ultratumba. Su existencia es como la de todos. Ellos no están dentro de una película de miedo, si no que son víctimas de algún maleficio que se niegan a aceptar, porque son personas de ciencia, alejados de las supercherías.
El horror se duplica en ellos al suponer, sin llegar a la certeza, que pueden ser testigos del hecho más horrorizante creado por la imaginación: el despertar de los muertos, el regreso de un cadáver a la vida por obra de un perverso conjuro. Pero dentro de la locura que, suponen, significan las alucinaciones compartidas, deben luchar por sobrevivir, salir del atolladero, y entender porqué la autopsia, elaborada con absoluto profesionalismo, parece ser una profanación.
Corta en duración, la cinta no proporciona descansos y nunca se extravía. La narrativa va directa y abunda en escalofríos. Aporta más angustia que violencia. Es tensa hasta la extenuación, desde el momento mismo en que la anécdota coloca inteligentemente a los tres personajes, en un claustro que los aprisiona, obligándolos a estar permanentemente unidos, hasta que comienzan a desencadenarse los incidentes terroríficos que amenazan con destruir a los vivos.
Afortunadamente, en papeles protagónicos fueron elegidos dos grandes actores. En lo que es un gesto de la producción que amerita gratitud, se optó por buenos intérpretes, más que por personas físicamente agraciadas, como es la costumbre en estos proyectos. Cox y Hirsch hacen una excelente pareja unida por la sangre, el oficio, la lucha por mantenerse vivos durante la noche y, en última instancia, el horror.
Kelly, la fallecida sin nombre, aunque permanentemente exánime, hace una gran actuación, con una presencia sigilosa y amenazadora. Sin mover un solo músculo, es como el mal omnipresente, que emerge por razones desconocidas para torcer el destino hacia la desgracia.
La Morgue es una excelente muestra del cine independiente de terror, con vísceras y una anécdota inteligente y sobrecogedora.