Anthony Hopkins alcanza el momento más elevado de su lustrosa trayectoria histriónica con El Padre, interpretación que es uno de los grandes legados que dejará a la cinematografía universal.
Luego de haberse convertido en una estrella pop con el personaje de Hannibal Lecter, en la espectacular saga criminal que lo encumbró, el británico se va al lado opuesto, para subordinarse ahora a una producción pequeña en la que todo es actuación en su sentido más puro.
El dramaturgo Florian Zeller decide adaptar a la pantalla su propia puesta en escena, y recurre al maestro Christopher Hampton, que hace un guion compacto de pocos personajes y cargado de emociones desesperadas, entre personas que ya no pueden llegar a entendimientos.
Anthony (Hopkins) es un anciano que enfrenta un cuadro de demencia senil, una situación que se vive en muchos hogares en todo el mundo. El escenario único es un apartamento, en el que es atendido por su hija Anne (Olivia Colman), que pacientemente vela por él y trata de imponerle una cuidadora. La situación se vuelve complicada por los desvaríos del viejo, y su reticencia a ser cuidado por una desconocida que, supone, podrá hacerle daño.
Hopkins es el eje de la acción. Los personajes entran y salen a cuadro mientras él, angustiado, no consigue identificarlos. La memoria lo traiciona, y siente que unos son otros, en un desfile de rostros familiares a los que les da nombres equivocados, porque su noción del mundo se ha deformado irremediablemente.
Zeller, con magistral sentido del espacio, lleva a la pantalla la obra de teatro. Estos seres atribulados se mueven frente a la cámara con trazos muy precisos, como si estuvieran en el escenario, ante a un público que los mira empático desde las butacas.
Sobresale la improvisación. Hopkins se conduce solo, como si el director le hubiera dado completa libertad para moldear el papel, confiando en sus resortes internos. Se percibe que se grabó en primeras tomas, por la poderosa interpretación del anciano, que se conduce con gracia espontánea, a veces como un chaval jubiloso y otras como un viejo amargado.
El veterano intérprete rinde un espléndido homenaje al oficio del actor que es, al mismo tiempo, una rúbrica de su paso por la pantalla grande, a lo largo de décadas y décadas de impecables participaciones en cintas grandes y modestas. Aquí alcanza una sorprendente profundidad sicológica, al mostrarse confundido, sabedor del deterioro mental. Desconcertado, observa a su hija y sabe que algo en él no funciona bien, pero no puede expresarlo, porque la lucidez ya no le alcanza. Si acaso, busca en sus recuerdos y encuentra uno, doloroso, de otra hija que ya no está y quien regresa a saludarlo, como la materialización de un anhelo imposible.
En un mágico desdoblamiento, Anthony Hopkins se encuentra en una edad en la que se supone que debieran fallarle los reflejos, pero el talento prevalece, y consigue imponerse a las limitaciones de la edad. Consigue un triunfo del virtuosismo, por encarnar a un hombre que tiene padecimientos que a él, en la realidad, no le han afectado.
En pantalla, la situación es conmovedora, porque la hija, con el corazón hecho pedazos, está obligada a dejarlo encargado, porque debe emigrar para recomenzar. Según se insinúa, ella escapa de una pareja abusiva que llega, incluso, a maltratar a su padre. Se muestra en una escena estrujante cómo el octogenario es víctima de violencia física, que le provoca impotencia y un desgarrador llanto de desconsuelo.
Al final, queda un profundo dejo de tristeza, porque el padecimiento ya no tiene remedio. El hombre tiene que esperar su fin, en medio de la desolación en la que, abandonado, sólo le queda gemir desesperado, implorando la ilusoria protección de su mami.
El Padre se sostiene, por entero, en la actuación deslumbrante de Hopkins.
@LucianoCampos G